Cuanto más investigo en la oratoria para mi tesis doctoral, más me siento impregnado de un sentimiento agridulce: de contento por los pequeños descubrimientos técnicos del día a día pero también de enojo por la pléyade de cantamañanas que pululan en su entorno.
Siempre me gustó la oratoria profesional. E incluso durante algunos años me gané la vida con ella y diseñé un futuro de color de rosa que luego se truncó con la llegada de la crisis. Me refugié entonces en la docencia y me mantuve como observador del mundo de las conferencias intentando aprender siempre de los mejores.
Han pasado los años y aquella toxicidad que antaño intuí no se ha disipado. Es un mundillo intelectualmente endeble donde abunda quienes dan gato por liebre y que viven a expensas de las ilusiones de terceros. Lo sé por cuanto a muchos los he conocido en persona y en circunstancias diversas.
(Contra eso me rebelo y si a algo aspiro es a ejercer una oratoria decente. Con belleza y dignidad. Quería ponerlo por escrito).