Sobre los comuneros de Castilla

Adelanto de la novela -aún en preparación- «Castilla y los medios de incomunicación»

de Juan Pablo Mañueco

Capítulo XXX. En que aún no se cuenta la historia de los comuneros de Castilla, pero se acerca el capítulo a ello, y sí se abunda en el tema de la Constitución castellana de 1520

EL TIEMPO SERÍA EN QUE HABÍAN DEJADO ya bien atrás El Espinar y Villacastín, en la provincia de Segovia, que nadie había conseguido quitar de en medio para que circulara más deprisa y sin obstáculos la Nacional VI de la Red de Carreteras Radiales Españolas, pero no castellanas salvo porque había que salvar esa pesadez y ese fastidio de Castilla, que se había puesto hacia la mitad, y así como casi abandonada, de lo que verdaderamente importaba en España, que era Madrid y la periferia de cualquier signo que ésta fuera, pero no la malhadada extensión que perduraba no se sabe muy bien por qué ni para qué, ni cómo ni hasta cuándo, por entre esos dos extremos de las vías de comunicación españolas.

Habían quedado sobrepasadas también ya las localidades abulenses de Adanero y Arévalo sobre las cuales recaía también la dificultad insalvable de no haberlas podido quitar de en medio de algún modo drástico, para que no entorpecieran, retardaran, estorbaran ni obstruyeran el bonito paso de vehículos entre los sitios que importaban: allá, la periferia; acullá la villa y Corte o la villa y capital del Estado, cuando no había Corte, sino República o Dictadura, que, a los efectos de Castilla, esto de su postergación, más o menos, era lo mismo, desde los tiempos de su vencedor Carlos I o V, según se mirase.

Carlos I, si se quería hacer notar, que antes de él, no había habido reyes con el nombre de Carlos en Castilla, que es nombre de monarca extranjero y ajeno a la tierra. O Carlos V, si se quería remarcar más y mejor la otra gran verdad, que era el quinto de los emperadores alemanes de este nombre y que a ello dedicó el dinero, los esfuerzos, y los ingentes recursos económicos que generaba, antes de su llegada, el poderoso reino de Castilla:

A comprar para su persona primero, con dinero castellano, el trono del Imperio alemán, y a conservarlo después en la familia Habsburgo y en sus descendientes, que maldito lo que les importaba a los castellanos el Imperio alemán, los Habsburgo, sus descendientes y sus posesiones en Centroeuropa, cuando el verdadero futuro lo estaba gestando precisamente Castilla, allende los mares y los continentes, desde antes que otro Habsburgo con nombre foráneo de “primero”, Felipe I el Hermoso, pisara por vez inicial el suelo castellano.

Lo mismo que haría Carlos V, Carlos V, emperador alemán, que allí donde van tus intereses nuestros dineros se van, y si aún necesitas más cuartos un Fúcar germano te los adelantará, que si aún no los tiene Castilla ya luego se los reclamarán, y cuando tengas más empréstitos, más a Castilla endeudarás, para los siglos venideros, incluso la desangrarás…

Lo mismo que haría Carlos V, íbamos diciendo, con el Papado de Roma, después de que venció a los comuneros, que también se lo compraría con el dinero castellano, sobornando cuantas voluntades electoras hubo que sobornar, para que recayera en su amigo, confidente, colaborador político y antiguo preceptor, el cardenal holandés Adriano de Utrecht.

Antes de eso, de esa familia, y de esa desviación de los intereses y recursos castellanos hacia unos asuntos que no le concernían, los problemas dinásticos y religiosos –luteranos y romanos- de Centroeuropa, Castilla no estaba ahí en medio, como un estorbo al que desangrar y desgarrar más y más, al que ningunear después de haberla vencido, al que expoliar durante generaciones y generaciones, durante dinastías nuevas y las siguientes dinastías, durante monarquías, repúblicas, directorios y dictaduras…

No, antes de eso, no. Castilla no era un estorbo. Era el centro mismo de la primera potencia europea, que se estaba convirtiendo en la primera potencia mundial, por su propio esfuerzo. Y que llegó a serlo, incluso; aunque cada vez se la desangraba más y más, en hombres, dineros e intereses postergados, por culpa del avispero europeo en que se la había embarcado, contra los intereses propios castellanos, según fue el parecer de los comuneros castellanos, bastante atinado, como también en este punto económico se acabaría demostrando, no sólo en el político.

Y tampoco era un impedimento, un obstáculo, una molestia, un óbice, un fastidio para la comunicación; un inconveniente, un brete, un problema, un apuro, una contrariedad para los caminos y las rutas, sino que, por el contario, ¡se comunicaba a sí misma!, y además ¡quería comunicarse a sí misma!, y ¡bien que lo hacía!, pues para eso se estaba convirtiendo en el país más poderoso de Europa, y acaso del mundo.

Entre otras cosas, porque tenía una buena red de caminos reales, cañadas ganaderas y vías comerciales comparables a las mejores para la época. Porque siempre los medios de comunicación habían sido los hacedores del comercio y del progreso de los pueblos punteros. En aquellos tiempos, del castellano.

Además, para demostrar su singularidad entre los pueblos peninsulares de Hispania, el reino de Castilla no tenía corte permanente, a diferencia de Aragón que se estructuró pronto en torno a Zaragoza, o Portugal, que hizo lo propio en Lisboa, o de Navarra con Pamplona, o de Cataluña que era Barcelona y algún condado más. No, la singular Castilla no tenía, mientras fue ella misma, centro político permanente, sino que su corte era itinerante…

De aquí para allá, y de allí para acullá, iba la corte de Castilla. De forma que, como poco, cuidaba las vías y caminos, que para eso los transitaba a menudo.

Con sus reyes, sus reinas, sus príncipes y princesas que les nacían por el camino, en cualquier ciudad, pueblo o aldea que les viniese al paso. O en el propio campo, debajo de una encina, donde se había montado a toda prisa una tienda de campaña más o menos florida, para que se resguardara la reina titular o la reina consorte, pero parturienta al fin y al cabo. Y eso había de hacerse sobre la marcha, en ruta.

De manera que Burgos estaba encantado de comunicarse con Valladolid, sin dejarlo a un lado, ni mucho menos. Y Valladolid con Segovia, directamente, que eran centros urbanos, económicos, comerciales y manufactureros poderosos del reino. Y Segovia con Ávila. Y Ávila con Salamanca. Y Salamanca con Toledo, naturalmente, y muy directamente, puesto que sustentaban al reino. Y con Cuenca.

Y cuando Castilla se ensanchó, pues siguió ocurriendo lo mismo, que Toledo quería abrazarse con Córdoba, y con Sevilla y también con Cádiz y con Granada.

Lo natural en un reino o república, directorio o dictadura; lo natural en cualquier clase de Estado. Aunque algo artificial haya ocurrido desde aquel entonces hasta estos ahoras, para que Castilla se haya convertido en estorbo y las carreteras la eviten, como un estorbo para los políticos de tantos regímenes anticastellanos posteriores.

En estas y otras cosas similares iba pensando Juan, mientras conducía, para explicar la visión antigua y la moderna sobre los comuneros, acerca de las que le había demandado Alberto, cuando, al pronto, fue Ana Ruiz Palencia, la poeta, la que tomó la delantera para hablar, y dijo:

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Juan Pablo Mañueco

Nacido en Madrid en 1954. Licenciado en Filosofía y Letras, sección de Literatura Hispánica, por la Universidad Complutense de Madrid

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