El caso del saltador por prurito o escozor de Usanos (Guadalajara), relato

 

EL EXTRAÑO CASO DEL SALTADOR POR PRURITO O ESCOZOR DE USANOS, villa de Guadalajara

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Tras del Monte del Campo ya venía Usanos, como decimos, pero a los cuatro kilómetros de la ciudad de Guadalajara el asfalto capitalino concluía y comenzaba el macadam revoltoso y revuelto para las ruedas de los vehículos y las tripas de los viajeros.

-Esta situación en que nos tienen a los pueblos de Guadalajara y de Castilla en general no es admisible en estos tiempos que corren –explicaba un agricultor de Usanos, que se apellidaba De Inés-. Yo he viajado por otras regiones de España, por pueblos del interior de Valencia o pueblos costeros de Valencia y el mimo con que están cuidados ellos y sus carreteras son extraordinarios.

En cambio, por aquí macadam o chinarros sueltos que acaban rompiendo los bajos de todo vehículo que utilices.

-Y si no tenemos servicios esenciales a nuestra disposición, como tiendas, y la escuela abierta, ni médico, ni veterinario, ni cura siquiera que tiene que llevar no sé cuántos pueblos como anejos –dijo Juan Pablo de Diego, que era un poco el alma máter de los festejos, cabalgatas, toros y reyes, que sí los había pero por iniciativa de todos y por cotización estricta de todos, sin que el Gobierno apoquinara ni un duro, porque decían que si no había para lo necesario cómo iban a apoquinar las autoridades para lo accesorio y meramente lúdico-. Pues así el pueblo va hacia abajo y la gente tiende a marcharse.

-Eso mismo digo yo, la gente está a gusto viviendo en el pueblo suyo y de sus antepasados –precisó el agricultor de Inés-, pero si le van privando de servicios para ellos y para sus hijos, pues empieza a pensar en marcharse a la emigración, a algún lugar que sí tenga lo que aquí se tenía antaño, pero ahora se pierde.

-Un ir para abajo sin remedio es lo que se nos ofrece a estos pueblos de la Campiña –consideró Juan Pablo de Diego-.

-Así es y te lo digo desde la perspectiva de quien ha sido agricultor de toda la vida, y de familia de agricultores y ganaderos también desde siempre, porque antes teníamos ovejas, el cerdo, gallinas, algún conejo, amén de la agricultura pero si la gente se va marchando también el ganadero empieza a pensar primero en el autoconsumo familiar solo, pero después que a lo mejor le es más rentable comprar la carne en la tienda que quede en el pueblo o en la de la capital y quitarse de faenas y de aparejos y de salidas a los campos y de limpiezas de animales y ganados. ¡Pero esta tierra, hacia abajo!

Una muchacha del pueblo, que al parecer era familiar o parienta de alguno de los dos que hablaban o de los dos, pasó corriendo por donde el grupo se encontraba, al pasar dijo “¡Buenos días nos de Dios a todos los de la compaña!”.

Y los dos que estaban conversando sobre la mala planificación del gobierno hacia aquellas tierras replicaron al unísono:

-¡Adiós, Cristina!

Con lo cual la muchacha que no quería darse a conocer ni salir en el foco ni el corro de la conversación quedó identificada perfectamente en el libro, como una de las varias Cristinas existentes en el pueblo, y atrapada para siempre entre las páginas de este ejemplar, con su lozanía de muchacha todavía bien dotada para la carrera.

Otra persona del pueblo se acercó al grupo de dos tertulianos que ya conversaban entre ellos y aunque le conocían, le preguntaron qué hacía allí, porque en realidad vivía en la capital y haberse subido hasta la pedanía de Usanos indicaba que su propósito era alguno, salvo que se hubiese vuelto vagabundo errante por la comarca de la Campiña, que tener méritos sobrados para atraer transeúntes y turistas, los tiene, qué duda cabe,

El recién llegado era más largo que un día sin pan, frase que solía aplicársele con frecuencia y no sólo por la altura, respetable, sino porque se sabía que su abuelo Saturnino Martínez había sido uno de los últimos panaderos autóctonos de Usanos, que antes de la Guerra llegó a tener cinco despachos de pan abiertos, sólo con el trigo que se cosechaba en el pueblo.

Después, en la posguerra, con la escabechina de profesionales autónomos que hubo y las defunciones propias del frente y otras distintas que acontecen en la retaguardia, y le pueden caer a cualquiera, la población viva bajo mucho y a la vivilla que quedó le empezó a urdir, y a hurgar, y a remover y a curiosear cómo sería la vida fuera de su localidad natal, en la capital de la provincia mismamente, que parece que fueran pequeños paríses por lo glamuroso de sus comercios y lo alto de sus edificios.

Lo cual quiere decir que varias familias se fueron marchando, primero, a lo poco a poco, y luego a la desbandada, por lo empezaron a sobrar tahonas y al final sólo quedaron dos, que se hacían la competencia más despiadada para no ser la penúltima en cerrar, porque sabían que después de la penúltima echaría el cierra la postrema panadería de la villa, que ya recibiría el pan hecho en algún otro pueblo más grande y con procedimientos industriales.

Juan, que así se llamaba el recién llegado que era más largo que un día sin par, se acercó hasta Juan Pablo de Diego para decirle que se había enterado que le habían cambiado el mote en el pueblo, y que el que le habían puesto ahora sonaba fatal.

-¿Y qué mote me han puesto ahora, vamos a ver –contestó Juan Pablo un poco gallito presumido o gallipavo jactancioso de sí mismo-. Porque yo he sido siempre el XX –dijo un apellido no muy bien sonante- y Atilano ha sido siempre el XX –que era un nombre diminutivo de otro nombre infrecuente entre los cristianos-, los dos más malos del pueblo –aclaró Juan Pablo-.

-Pero eso era cuando tenías 20 años, ahora a mí me han dicho también que te lo han cambiado, pero no sé cómo te han puesto, respondió otro vecino del pueblo que por allí estaba también, por nombre Guillermo, algo más envejecido de lo que le recordaba Juan, y algo más grueso también. Claro que lo mismo estaría pensando Guillermo por dentro, que Juan estaba igual de alto que siempre, pero con poco pelo y bastante más tripón y menos ágil de cuando le había conocido en su juventud.

-Y entonces, el nombrecito ese que me han puesto ¿cuál es? –pregunto Juan Pablo-.

-Es que no me atrevo a decírtelo de viva voz para que lo oiga Guillemo o De Inés, porque no tengo confianza con ellos.

-Pues dímelo al oído, caramba, que ya me estás poniendo nervioso.

-No –sentenció Guillermo- si es que un apodo mal puesto puede causar muchos perjuicios.

-¿Me lo vas a decir o no? –se impacientaba Juan Pablo de Diego-.

Juan se acercó al oído derecho de Juan Pablo y allí le susurró suavemente el sambenito innovador.

Pero Guillermo ya estaba avisando por lo que pudiera pasar.

-Ten cuidado, que se está quedando sordo.

-¿Eh? –fue la única respuesta cuando le dijeron al oído su nuevo apodo. O no lo había oído o se había sorprendido mucho con el nuevo apelativo, pongamos que más fue lo primero, puesto que el susurro había sido leve-.

Lo cual provocó el estallido de risas de todos los del corro, porque se confirmaban las peores sospechas.

De forma que volvió a acercarse Juan al oído derecho de Juan Pablo para susurrarle el alias renovado, y esta vez fue peor…

En efecto, Juan Pablo oyó esta vez a la perfección el apelativo que querían aplicarle los del pueblo, sin que fuese el suyo bautismal, y fue como si un rayo le hubiera caído directamente desde el cielo hasta él, en medio de la gente, por lo que se puso a pegar saltitos de descontento y a mostrar su insatisfacción por el palabro utilizado, que no le hizo ninguna gracia por lo que se ve:

-De eso nada –repetía mientras seguía pegando saltitos- ¡Yo voy más veces que tú a misa, así que no tienen por qué llamarme de esa forma!

Rieron todos los que estaban en el corrillo, y aunque le preguntaron todos cuál era ese nuevo apodo que querían aplicarle, Juan Pablo se guardó muy mucho de repetirlo y Juan se lo remetió también para sí, de forma que no volviese a salir aquella palabra nunca más del magín o caletre, pues Juan se tenía por una persona discreta, y sabía cuándo parar.

A lo lejos vieron la escena otros vecinos de la villa de Usanos, que por allí pasaban y se dirigieron hacia el corrillo para ver qué se estaba cociendo por allí que tantas risas procuraba.

Los recién llegados eran Benjamín y su mujer María que venían acompañados de sus dos hijos pequeños, niño y niña, para ser más exactos.

Benjamín que era hombretón recio, aunque escaso de pelambre, se acercó a las demás vecinos del municipio y señalando a Juan Pablo, que seguía dando saltos eléctricos constantes, tenaces e insistentes, preguntó inquisitivamente:

-¿Qué le ha pasado? ¿Se ha acalambrado intentando arreglar algún tendido eléctrico de la vía pública o de algún domicilio privado?

-Nada de eso –respondió el agricultor De Inés, que llevaba muy callado, reservado y discreto ya un buen rato, aunque estaba sonriente por lo bajo, riente a lo poco, y hasta a veces a punto de troncharse, pero se contenía como podía, viendo lo que estaba sucediendo, y todo no por ningún chispazo eléctrico o de algún rayo que le hubiese caído al bailarín y danzarín incesante, sino por el efecto de un mote puntiagudo que querían ponerle, en sustitución del que siempre había portado, desde bien jovencito-.

A lo que añadió de Inés, el agricultor:

-Es que ya he dicho yo alguna vez que esa costumbre que tenemos en este pueblo de poner motes picajosos a la gente, alguna vez iba a traernos alguna desgracia, y parece que así ha sido. Lo que me temía ya ha ocurrido: ahora este chico ya no se puede contener, seguramente de la rabia que le ha dado, al oírlo.

-¡Ahl, ¿pero todo esto viene por un mote…? –indagó Benjamín, que como había sido alcalde de la villa tiempo atrás, tenía costumbre de tirar de los hilos de los asuntos para ver hasta dónde llegaban- ¡Acabáramos, si es muy picajoso el sobrenombre sí pueden darse casos de escozor o prurito, porque suelen doler, por lo menos hasta que te acostumbras a llevarlo puesto!

-Lo que yo siempre he dicho: esta costumbre de Usanos nos va a dar un disgusto un día y mira por dónde: ¡Vaya por Dios! ¡Ese día ya ha llegado!

-Pues yo creo que no es para tanto como para que un hombretón como Juan Pablo de Diego se acalambre, se cimbree o se achispe. ¡Hombre si le hubieran aplicado una sacudida eléctrica se comprendería que esté dando esos botes! ¡Pobre hombre! –intervino María, que no era de Usanos, sino de un pueblo con vega cercano- En Yunquera de Henares también ponemos alias, apelativos, lemas personales y remoquetes y nadie va por la calle pegando unos brincos tan enormes como está pegando este paisano.

-Lo mismo pienso yo –remató Guillermo-. ¡Si uno ya no va a poder solazarse un poco con cosas intrascendentes y sin mala voluntad que sólo sirven para recrearnos y desahogarnos un poco los vecinos que, de otra forma, estaríamos siempre cansados de vernos!

Juan Pablo Mañueco, Premio Cervantes de Castilla-La Mancha, 2016, alias «el Poeta» o «el Escritor», en el pueblo de referencia.

NOTA: La narración aparecerá en el libro:

 

Vídeo algunas obras del autor:

https://www.bing.com/videos/search?q=youtube+castilla+la+mancha+media+ma%c3%b1ueco&docid=608042063871964562&mid=A27868BE6E72D4BEACA7A27868BE6E72D4BEACA7&view=detail&FORM=VIRE

 

 

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Juan Pablo Mañueco

Nacido en Madrid en 1954. Licenciado en Filosofía y Letras, sección de Literatura Hispánica, por la Universidad Complutense de Madrid

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