CUANDO UNA/O DA Y SE DA, LA VIDA FLUYE,
Y LA LUZ DE ESA ANTORCHA NO SE APAGA
CARMINA MANCHO BLANCO, TE RECUERDO
Hay quienes sostienen la tesis de que hay dos muertes, la primera, provisional, y la segunda, definitiva; hay quienes les ponen otros nombres, la física y real, y la apodíctica y auténtica; la física ocurre cuando el corazón deja de latir; y la apodíctica, cuando ya ningún vivo te recuerda. De esa fuente parece beber el par de versos que encabezaba la esquela de Carmina Mancho Blanco: “Aquellos que te guardan en su memoria / siempre te traen de vuelta”. A mí me han recordado una frase que pronuncia el nuncio de Su Santidad, el cardenal Altamirano, en la película “La misión”, dirigida por Roland Joffé, que “el espíritu de los muertos sobrevive en la memoria de los vivos”, al final de dicha cinta cinematográfica. Y, ciertamente, con esos dos versos, con esas veinte sílabas, cabe identificar el icosaedro que fue o sintieron que semejaba quienes conocieron a Carmina, viuda de Joaquín Sáez Escós.
El pasado sábado 27 de diciembre de 2025, veinte minutos antes de que dieran las siete de la tarde, me hallaba subiendo, uno a uno, los escalones o peldaños que dan acceso a la iglesia de San Juan, en el barrio tudelano de Lourdes. Arriba me aguardaba con los brazos abiertos mi hermana Pili, “la Nena” (a mediodía, le había confirmado por teléfono mi intención de acudir por la tarde al susodicho y acogedor recinto religioso para asistir al funeral de Carmina, madre de Mara, compañera de trabajo y amiga suya), acompañada de mi cuñado, Jesús Sola, y Montse, la encargada de la tienda donde trabajan las tres, y su esposo.
He afirmado (dicho y escrito) en numerosas ocasiones que toda persona es o semeja un poliedro, un sólido limitado por ene caras. Carmina tenía más facetas que el mencionado icosaedro. Y el citado sábado me apenó y aun molestó sobremanera no haber conocido, si no todas, el grueso de las mismas (Sixto, el sacerdote oficiante, al que no conocía, pero mi hermana sí, se encargó de resumir algunas de esas caras ignotas en su homilía). ¿Por qué? Una hora después de que se hubiera abierto el tanatorio San Francisco Javier, donde se hallaban, provisionalmente, los restos mortales de Carmina, a las once de la mañana, acudí para dar el pésame a los familiares que conocía. A esa hora estaba la funeraria atestada de gente. A mí me constaba que Carmina era una buena persona, pero allí lo que pude confirmar o ratificar fue que era mejor de lo que yo había catalogado o ponderado (por inconcusa o innegable ignorancia). Allí testimonié mi pesar a Geli y Jesús, sus hermanos, a su cuñada Lourdes, a Mara, su hija, y a una de sus sobrinas. Como a muchos de los concurrentes no los conocía (a algunos, sí, de vista), me marché a casa, pues había decidido acudir por la tarde a sus exequias.
De la misa de funeral me llamaron la atención varios aspectos. Nunca había asistido al primer acto de un sepelio en el que el oficiante, Sixto, originario de Echarri Aranaz, si no marro en cuanto escuché, hiciera una homilía tan excepcional y celebrara una eucaristía tan extraordinaria, por originales ambas, alejadas de los actos cansinos, consabidos, repetitivos, a los que a veces, no motiva asistir, tan parecidos al primer tramo de la película “Atrapado en el tiempo” (“El día de la marmota”). Jamás había visto acompañar a un ataúd con tantos centros o ramos de flores, además de las correspondientes coronas. Nunca había observado pasar a tantos asistentes a comulgar (me fijé en que una señora, conocedora del percal o procedimiento, temerosa de que las formas que contenía el recipiente del cura no llegaran para todos los comulgantes, había extraído del sagrario un copón con más, y lo había depositado sobre el ara o altar, pero, al final, no hizo falta echar mano de su contenido, aunque, al desconocer este hecho Sixto, esto le llevó a equivocarse).
Como el abajo firmante de estos renglones torcidos es un defensor a ultranza del adagio 105 del “Oráculo manual y arte de prudencia” de Baltasar Gracián, juzgo que el rótulo que encabeza estos parágrafos es el epítome del sermón improvisado de Sixto, que disfruté mucho escuchándolo. Hallo concomitancias con un poema que le recité a Carmina (a quien sabía a demonios que me equivocara, al llamarla alguna vez Marina), como desagravio, dado que su nombre, en latín, es el plural nominativo, vocativo y acusativo de carmen –inis, poema, al salir juntos un día de la librería/papelería “El Cole”, que ahora regentan Sergio y Wilmer, donde solíamos coincidir, pues ella iba a por sopas de letras, autodefinidos o sudokus, lo que fuera, y yo a por EL PAÍS: “Hay que dar, pero más darse. / Hay que dar hasta que duela, / pues, si no duele, esa entrega / queda en poco, en casi nada; / deviene el gesto en estafa, / en un fraude, sí, en un fraude, / como una tumba con laude / imposible de mover; / y el acto impar, generoso, / solo para aparentar, / esto es, para dar el pego, / menos altruista que odioso”.
En cierta ocasión, como ella no podía caminar rápido, porque se apocaba, le acompañé durante un tramo o trecho del camino y le dije que, a veces, mi talento es lento. Al despedirnos, me dio un beso en la frente. Bueno, pues, cuando Sixto preguntó si alguno de los presentes en el funeral quería decir algo, a mí me dieron ganas de responder que sí, levantarme, llegar hasta el féretro, darle las gracias a Carmina por haberla conocido, y estampar en la madera que cubría sus pies otro ósculo.
Nota bene
Olvidábaseme de decir que me plugo el apunte oportuno que hizo Sixto, en lo concerniente o tocante a que vida no es el antónimo de muerte; muerte es el antónimo de nacimiento.
Si este texto contiene algún dato inexacto, le ruego al atento y desocupado lector (ora sea o se sienta ella, él o no binario) de estas líneas que no me haga único responsable y culpable del mismo, sino también a Oliver Sacks, de quien me aprendí otrora este apotegma suyo, en el que aún creo a pies juntillas: “Todo acto de percepción es hasta cierto punto un acto de creación; y todo acto de memoria es hasta cierto punto un acto de imaginación”.
Ángel Sáez García