La semana política que empieza – Cuando votar cuesta un euro (o dos)


MADRID, 22 (OTR/PRESS)

Cuando escribo este comentario los tiempos periodísticos me impiden conocer el resultado de la votación entre los siete candidatos socialistas franceses que, este domingo, se enfrentaban en primarias para saber qué dos finalistas concurrirán el domingo próximo a las urnas «internas» y, así, elegir al vencedor que, en nombre del socialismo galo, estará en las elecciones presidenciales frente a Le Pen, Fillon, Macron… Imposible, por tanto, aventurar a esta hora un pronóstico acerca de quién será el hombre -solo una mujer, con escasas posibilidades, concurría_ que estará representando a una cierta izquierda intentando ser el presidente del país vecino. Pero, entretanto, habrán dado, como antes lo hizo la derecha, una lección de democracia, movilizando a millones de personas que, inscribiéndose en una lista previa -no hace falta ser militante_ y pagando un euro (o dos) por votar, sienten que han participado en el proceso político desde el comienzo.
Y entonces, claro, uno, que, desde hace mucho, piensa que la democracia española es perfectamente mejorable, siente una cierta envidia: con todos sus defectos, que no son pocos, y aberraciones, que algunas hay, Francia sigue estando bastante pasos por delante de unas formaciones políticas españolas que, de nuevo, dan el espectáculo de la pobreza dialéctica, de los egoísmos personalistas y, sobre todo, de una alarmante falta de transparencia en los procesos internos.
Claro que en el debate político español, en esos «road shows» tan peculiares en los que los/as candidatos/as a ser candidatos/as piden apenas «unidad» a un puñado de militantes congregados para escucharles, no parece haber calado aún la alarma ante lo que está pasando en el mundo y la necesidad de fortalecer doctrinas políticas sólidas en Europa. No puedo dejar de afligirme ante el espectáculo que veo en el país más poderoso de la tierra, tomado al asalto por alguien que, al son de «My Way» en el baile presidencial con su dicen que elegante esposa, rememora los tiempos de Sinatra, si no otros anteriores, en los que las damas negras habían de sentarse en la parte posterior de los autobuses. Y entonces todas mis esperanzas se centran, ay, en Europa, donde nos convulsionamos ante la evolución del Brexit interpretado por la señora May o con los «selfies» en los que la señora de la ultraderecha francesa se inmortaliza con el caballero de la ultraderecha holandesa, que, encima, podría ganar este año las elecciones en su país, toma ya.
Algunos hemos denunciado ya la alarmante falta de visión internacional de nuestra clase política, tan atareada en unos congresos nacionales que les sirvan para amarrar el poder de sus actuales dirigentes, de manera que pervivan también en el futuro. Quitando a alguno en Podemos, no he escuchado a nadie referirse a la amenaza de una alianza Trump-Putin: solamente se nos dice que habrá que esperar a ver en qué deviene el estrafalario nuevo amo del mundo, un tipo que ayer escupía a la CIA y hoy se inclinaba ante ella. Incluso el Papa, en su infinita prudencia, ha ido algo más allá, al referirse a los peligros de los liderazgos sobrevenidos en tiempos de crisis.
Aquí, en fin, andamos en el ombliguismo, mientras en Francia votan millones de ciudadanos en las primarias. Aquí andamos en que si hay enredos en la oscuridad de ex dirigentes socialistas para potenciar -o hundir– a actuales aspirantes a dirigentes socialistas; o mareando perdices sobre si la presidenta andaluza concurrirá o no a unas hipotéticas primarias que ella quisiera ganar en solitario; o alarmándonos sobre si «el automovilista» que ejerció la secretaría general del PSOE acabará irrumpiendo en el «saloon» para participar en la balacera. Aquí nos desgañitamos, sobre todo los emergentes, acerca de cómo ha de votarse en sus congresos internos, o sobre si hay que mantener en el cargo partidario a una secretaria general que es, además, ministra nada menos que de Defensa. Menudo nivel.
Ya sé que en todas partes cuecen habas, desde luego. Y que uno no debería dejarse llevar por una excesiva admiración (o repudio) ante el espectáculo que vemos fuera de nuestras fronteras. Pero de veras pienso que, una vez que el viejo orden mundial parece haber saltado por los aires de la mano de un personaje imprevisible y de movimientos en las urnas que muestran el rechazo hacia un sistema endogámico, tenemos el derecho, y el deber, de proponer políticas nuevas. En las que los ciudadanos participen mucho más, en las que los medios de comunicación sean mejores, pero también más y mejor atendidos, en las que las instituciones no sean como vacas sagradas. A mí, esto de que la gente de la calle pueda votar a quien quiere que sea su candidato pagando un eurito, pues qué voy a decirle: la verdad es que me gusta. Al menos, me gusta más que lo que estoy contemplando en nuestros procesos congresuales. Y en el «procés», madre de todos los «procesos» que nos vienen, y que tampoco encara de frente nadie. Vive la France, hala.

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