Ignacio Camacho tiene claro que toda esa caterva de organizadores y respaldadores de la manifestación antibélica están babeando para que el Ejecutivo decida apoyar a Francia y así sacar sus viejas y vetustas pancartas:
Con sus ocho apellidos gallegos anda Rajoy plantado en el rellano de la escalera de la guerra en Siria, silbando con cara de palo para que nadie sepa si la sube o la baja. Arriba le aguarda la socialdemocracia deseosa de que se implique en la coalición bélica para poder echárselo en cara, y abajo está la izquierda del pacifismo preventivo reunida ya en torno a sus tradicionales aunque algo desvaídas pancartas. Más que nunca el presidente se muestra estos días fiel a su estereotipo inmovilista; si hay algo a lo que esté acostumbrado es a esperar -sus críticos más ácidos sostienen que en realidad es su única forma de abordar los problemas- y esta vez tiene la coartada de que le van a reprochar cualquier decisión que tome, incluida la de no hacer nada.
Sostiene que:
En un país normal, entendiendo por normalidad el estándar político europeo, el Gobierno habría fijado postura sin dilación y la oposición lo secundaría con responsabilidad de Estado. Francia reclama ayuda ante una sangrienta agresión y cualquier aliado está moralmente obligado a prestársela. Pero España sentó once años atrás, en ocasión parecida, un precedente de enfrentamiento social ante el que Rajoy, que recibió en su culo aquella patada de descontento contra Aznar, salió escarmentado. Aunque las circunstancias objetivas sean diferentes, el izquierdismo de escrache muestra idénticas intenciones torticeras de asaltar la calle. El menor movimiento militar servirá de pretexto para agitar el espantajo de la derecha mataniños y con las urnas a la vista no parece plausible la hipótesis de contar con el acuerdo del PSOE, que pese a haber propuesto en enero el pacto antiyihadista se mueve ahora en él con la remolona renuencia de un perrito arrastrado. Con todos los partidos buscando la manera de marcar diferencias, el único consenso posible es el de esta expectativa inerte. Que además cuadra con el estilo marianista, esa clase de estática pasividad capaz de hacer de la procrastinación un método de trabajo.
Y concluye:
Experto en parar el reloj, en establecer tiempos muertos y compases dilatorios de desesperante demora, Rajoy se ha petrificado en el simbólico descansillo dispuesto a abrasar a los adversarios en su propia impaciencia, aun al precio de irritar a los socios internacionales que le empiezan a urgir una respuesta. Aviados van unos y otros: se trata del mismo hombre que se cruzó de brazos cuando media Europa le apremiaba el rescate de una prima de riesgo sobrecalentada. Al final tuvo que actuar Mario Draghi desde Fráncfort porque en Madrid no había más consigna que la de dejar que se enfriara sola. Esa es su táctica y su estrategia: quedarse quieto, pura ataraxia, mientras todo se mueve a su alrededor hasta que alguien derrapa o se pasa de frenada. La guerra puede empezar sin él; no tiene ninguna prisa por participar y a poco que aguante esta vez igual se decide cuando esté terminada.