Nada más pertinente que esta frase del genial físico para abrir la historia de un ingeniero agrónomo —promoción 112— que se atrevió a desafiar los muros vitivinícolas con corcho, ciencia y coraje.
No se engañen: los grandes gestos no siempre llegan envueltos en banderas ni se escriben con letra gótica en las crónicas de la patria. A veces, los héroes llevan botas manchadas de tierra, se llaman Marcelino, y no se disfrazan de nada porque no les hace falta. Un extremeño recio y tenaz, de los que entienden el campo porque lo han mamado desde la cuna, no porque se lo hayan explicado en una Escuela Técnica Superior de Ingenieros de Madrid.
Marcelino Díaz González. Suena a nombre de agricultor con manos anchas, más que a embajador. Pero si uno rasca un poco, entre la viña y la memoria, descubre que este hombre —sin aspavientos ni discursos— ha hecho por el cava lo que muchos ministros no han hecho por el país: ponerlo en el mapa sin vender el alma.
Corría 1981. Mientras el resto del país veía a Liza Minnelli lanzar burbujas por televisión, Marcelino regresaba a Almendralejo, recién muerto su padre, a hacerse cargo de una bodega que producía vino a granel. Lo fácil habría sido seguir la corriente, vivir del recuerdo, engordar la herencia como hacen tantos. Pero no. Él hizo otra cosa: estudiar, aprender, cuestionar, y sobre todo, arriesgar.
Le dio forma a un tinto que supo a revolución, y luego, con la complicidad de unos cuantos locos cuerdos, se atrevió a algo todavía más insensato: hacer cava. En Extremadura. En tierra de olivos y migas, no de copas de flauta. En una España que, como siempre, despreciaba todo lo que no naciera dentro de sus líneas imaginarias de poder.
El resultado fue un cava de categoría, nacido de Macabeo y terquedad, que desde el primer descorche demostró que la calidad no entiende de coordenadas. Y claro, eso molestó. Porque en este país, donde aún se mide el talento por el código postal, un cava extremeño era poco menos que una herejía. Vino entonces el castigo, disfrazado de ley, que quiso reducir la Denominación de Origen a la depresión del Ebro, como si la burbuja tuviera dueño.
Pero Marcelino no era de los que se encogen. Litigó, peleó, pagó abogados en vez de anuncios, y ganó. Sí, ganó. Él solo. Con una mezcla de razón, coraje y agallas que ahora los burócratas llaman «resiliencia», porque les da miedo decir «cojones».
Gracias a su empeño, Almendralejo es hoy el punto más meridional del mapa del cava. Un lunar rebelde en un país que prefiere lo previsible. Allí se embotella historia con corcho y esperanza con carbónico. Allí hay cinco bodegas que no solo venden cava: venden dignidad. Porque aquí, cada botella es un recordatorio de que también en el sur se puede brindar sin complejos.
Y, sin embargo, Marcelino sigue siendo un desconocido para muchos. Ya jubilado, con 78 años, habla sin darse importancia, como quien ha hecho lo que debía sin esperar medallas. Organizó degustaciones cuando el CF Extremadura llegó a Primera, y hoy sueña con ese museo del cava, hecho ya realidad, donde cuenta su historia, que es la de un pueblo entero.
No esperen verlo en los anuncios de Navidad. No habrá lentejuelas, ni estrellas de Hollywood diciendo “felices fiestas” entre copas. Pero si tienen memoria, y un poco de decencia, la próxima vez que brinden con cava piensen en Marcelino. Y levanten la copa, no por Cataluña ni por las ventas ni por el marketing, sino por ese tipo callado que demostró que Extremadura también sabe hacer magia con uvas.
Porque en esta España que tanto presume de modernidad, pero aún teme al talento sin pedigrí, Marcelino no es solo un pionero del cava. Es un caballero andante de la viticultura, que cambió la lanza por la prensa, y los gigantes por denominaciones de origen.
Y eso, amigos, merece un brindis con un buen cava, extremeño, por supuesto. Aunque lo maridemos con migas, y no con ostras.
