Fco. A. Juan Mata: «Sidra: burbujas contra el olvido»

“Tradición no es la adoración de las cenizas, sino la preservación del fuego.” — Gustav Mahler

Fco. A. Juan Mata: "Sidra: burbujas contra el olvido"

En nuestra tertulia del Aguado, entre una botella recién escanciada y la mirada espesa del Cantábrico, Pepe Pola —sabio de Asturias y de la sidra— lo dejó caer con una media sonrisa:
— Esto es tradición, pero la tradición hay que conservarla evolucionando… Porque con las cenizas no se calienta nadie. Y no se puede vivir abrazado a ellas.

Lo dijo con esa calma de los que han vivido mucho sin hacer ruido. Y lo que dijo se me quedó grabado. Porque hablaba de sidra, sí, pero también hablaba de Asturias.

Los franceses tienen su champán; los ingleses, su whisky. Nosotros tenemos sidra. Natural o con burbujas, escanciada en un prau o servida en copa de cristal. Sidra como gesto cultural, como mapa líquido de un territorio que aún se resiste a ser folclore de escaparate. Un trago de dignidad. Una forma de decir: aquí seguimos.

Durante años, Pepe Pola fue uno de esos centinelas silenciosos que entendieron que la sidra podía mirar al futuro sin perder la raíz. Estuvo al frente de Zarracina, pionera en esa sidra espumosa que algunos despreciaron por “afrancesada”, sin saber que lo que había en aquellas botellas no era disfraz, sino evolución. Hoy la marca está integrada en El Gaitero, pero lo esencial, como dice el propio Pola, “quedó intacto: el respeto al producto”.

La historia, sin embargo, no es tan espumosa como la copa. Asturias bebe mucha sidra, pero ya no tiene manzanas. Las pomaradas, envejecidas o abandonadas, no dan abasto. Se necesitarían 50 millones de kilos, pero apenas se producen seis. El resto se importa: cisternas discretas que cruzan la frontera con acidez ajena. El campo no se cuida, los árboles no se fertilizan, y la “vecería” —esa alternancia entre años buenos y malos— no es capricho del árbol, sino resultado del olvido.

Mientras tanto, la sidra sigue vendiéndose a precio de risa. A euro y medio la botella en origen. Con eso no se paga calidad, ni futuro. Solo agotamiento.

Y, sin embargo, seguimos. Porque la sidra asturiana —natural, espumosa o de hielo— es única en el mundo. No se puede copiar ni exportar sin alma. No se entiende sin el escanciado, sin el gesto, sin el aire. Lo saben bien los hosteleros, los chigreros, que prueban cada tonel como quien tantea un idioma antiguo. Y lo sabe el consumidor fiel, que aún levanta su vaso con una seriedad que ya no se ve en otros brindis.

Pero el tiempo aprieta. La juventud emigra —la mitad de los asturianos de entre 20 y 38 años se han ido en dos décadas— y con ellos se va el mercado, el rito y la cultura que sostiene la sidra. En su lugar, turistas de selfie y sorbo, que comparten una botella entre ocho y piden cerveza al segundo trago.

Hay quien propone dos caminos: integrar y educar, o diversificar y competir. Convertir la sidra en embajadora cultural —con sidrocoles, talleres, escanciadores, rutas y museos— o reinventarla para ocupar el lugar del vino y de la cerveza en la mesa. No basta con resistir. Hay que pensar, invertir y cuidar.

Y no todo está perdido. Hay llagareros que ya lo están haciendo. Hay marcas como Valverán, que ganan premios internacionales con su sidra de hielo. Hay proyectos como Sidraturismo Asturias o casas como Casa Niembro, que apuestan por la calidad desde su propio manzano. Y hay, sobre todo, una gente que aún cree.

Por eso, cada vez que se brinda con sidra en Asturias, no se está bebiendo una bebida. Se está manteniendo una tradición, afirmando un lugar. Una memoria. Un fuego que, como decía Mahler, no sirve si solo quedan las cenizas.

Así que, ¡salud!

Por los que la escancian, por los que la embotellan y por quienes, como Pepe Pola, la honran sin alardes.

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