Esta historia de los últimos treinta años del PSOE comienza en octubre de 1982, cuando Felipe González «fue llevado en volandas a La Moncloa, elevado por una ciudadanía que ansiaba el cambio.» El país apostó por ese cambio y al joven abogado sevillano le votaron gentes de izquierda, centro e incluso derecha.
El final del relato es mucho más reciente. El 20 de noviembre de 2011, el PSOE cosecha el mayor desastre electoral de su historia. El tsunami que se desató en el país a modo de castigo contra la gestión de José Luis Rodríguez Zapatero resultó imparable y la ciudadanía se aferró al PP «con la esperanza de que un nuevo gobierno nos sacara del atolladero».
En esta rápida galopada por la historia del partido, José García Abad busca dar respuesta a la pregunta de qué fue lo que sucedió para que la formación que gobernó la España constitucional durante más de veintiún años, frente a sólo ocho del PP, cayera en semejante estado de postración. Todo ello, aportando importantes novedades sobre el desempeño de los tres secretarios generales que han mandado en el PSOE tras su refundación de 1974 en el Congreso de Suresnes, aún en el exilio francés, así como datos inéditos del Gobierno de Felipe González, del trienio de Joaquín Almunia y de los once años de Zapatero.
Para el autor, Felipe González se mantuvo catorce años en el poder porque era un buen estadista, «antes patriota que socialista», que supeditó su ideología al objetivo de que España funcionara. Al final, el presidente «se emborrachó de poder encerrado en la torre de marfil del palacio de La Moncloa que inocula el síndrome que lleva su nombre».
Pero lo cierto es que antes de que esto sucediese el socialismo prosperó en España. Y lo hizo por el camino más insospechado, de la mano de media docena de jóvenes sevillanos hasta entonces desconocidos en la lucha antifranquista. Por aquellos años el músculo del socialismo europeo estaba en Alemania y fue precisamente Willy Brandt el que decidió apoyar «al único chico sensato» del socialismo español, Felipe González, canalizando hacia él toda su ayuda.
El por entonces conocido en la clandestinidad como Isidoro tuvo «la genial intuición de calibrar el potencial de las siglas históricas del PSOE» frente al resto de la sopa de letras socialista y convenció a amigos y compañeros como Alfonso Guerra y Manuel Chaves de que había que hacerse con la dirección. Una vez conseguido, la moderación de González y su fuerte apoyo internacional allanaron el camino para que éste negociara con Suárez la legalización del partido tras la muerte de Franco.
PRIMERAS ELECCIONES DEMOCRÁTICAS DEL PSOE
En las primeras elecciones democráticas del 15 de junio de 1977 el PSOE logró hacerse con el 30% de los votos, unas cifras que casi se calcaron en la convocatoria de 1979. González comprende entonces que no llegará al poder «mientras no despida a Carlos Marx», al que finalmente «expulsa con todos los honores» en el XXVIII Congreso del partido.
Así las cosas y tras el frustado golpe de Estado del 23 de febrero de 1981, en las elecciones de 1982 el PSOE obtiene 10 millones de votos y 202 escaños que llevan a González en volandas hasta La Moncloa y dan comienzo a «los años de gloria» del socialismo español. Años en los que el partido y su líder se afianzan en el poder hasta que en 1986 llega la «apoteosis europea… y felipista» con la entrada de España en la CEE (hoy Unión Europea) y se decide la continuidad de nuestra presencia en la OTAN.
Pero en 1988 las cosas empezaron a cambiar con aquella huelga general del 14 de diciembre promovida por Nicolás Redondo y en la que participó activamente junto a CC.OO. el sindicato socialista UGT, y que logra paralizar el país. Comenzaba «el quinquenio maldito». A la huelga general se unía el escándalo de los GAL y la corrupción asociada a la guerra sucia. A pesar de todo, Felipe González, que sin apenas oposición ejercía un poder sin límites, vuelve a ganar en las elecciones de 1989, pero aquello fue «el canto del cisne a partir del cual se produce el declive».
En 1993 ganó las elecciones por los pelos y seis meses después se enfrenta a una nueva huelga general y se prende la mecha de la «guerra fratricida entre guerristas y renovadores». La solidez monolítica del partido se resquebraja y el 3 de marzo de 1996 González cosecha en los comicios una derrota por la mínima, «una dulce derrota de amargas consecuencias».
El PSOE tuvo entonces serias dificultades para reemplazar «al hiperlíder que, por medio de Joaquín Almunia» -que finalmente desbancó a Ramón Jáuregui en la pugna por lograr la confianza de González- «intentó sucederse a sí mismo», algo que también pretendieron Aznar y Zapatero. Almunia busca legitimidad y convoca unas primarias que a Felipe González le parecen «una barbaridad» y que pierde ante Josep Borrell. Almunia quiere dimitir como secretario general, pero le convencen de que siga. La bicefalia Almunia-Borrel está servida. El tándem nunca funcionó.
EL ASCENSO DE RODRÍGUEZ ZAPATERO
Por aquella época José Luis Rodríguez Zapatero se apuntaba a la secretaría de prensa del partido a las órdenes de Alfredo Pérez Rubalcaba. Llegan las sentencias de los casos Filesa y Marey (GAL), con José Barrionuevo y Rafael Vera condenados, o lo que es lo mismo, la «herencia de los escándalos» que recibió un Joaquín Almunia que finalmente se impone como candidato a José Bono y pierde las elecciones de 2000 en las que Aznar alcanzó mayoría absoluta. Almunia dimite al minuto de conocer los resultados y el gobierno del partido se confía a una gestora presidida por Manuel Chaves que convoca un nuevo congreso.
Se produce entonces lo que García Abad define como «el milagroso ascenso de un leonés desconocido», José Luis Rodríguez Zapatero, que se alza con la dirección del partido contra el aparato, pero con «el apoyo no confesado de Felipe González», aunque éste asegura que había votado a Bono. García Abad proporciona todas las claves de aquel ascenso, la traición de Guerra a su candidata, Matilde Fernández, las más que hábiles maniobras de Blanco, la exagerada confianza de Bono…
«Condenado por confiado», José Bono reconoce su error: «Yo tenía más avales que todos los demás juntos, o casi. Todo influyó. Felipe quería seguir mandando y creía que con Zapatero era más fácil que conmigo; Guerra no me quería ni en pintura. Pero la verdad es que José Luis lo hizo muy bien y Blanco demostró ser un especialista».
Zapatero llega en el momento de mayor esplendor de Aznar, con voluntad de ruptura frente al felipismo y «con un nuevo talante que manifiesta en una oposición suave, que exaspera a González, que le reclamaba mayor contundencia contra el líder del PP y con propensión a firmar todo tipo de pactos». Se instala en Ferraz con la intención de pactar con Aznar y recluir a Felipe con una perspicaz apreciación de los tiempos y con total frialdad. «Sus amigos de León aseguran que de pequeño se cayó en un bidón de Lexatin, como Obelix lo hiciera en una marmita con poción mágica».
En las elecciones de 2000 los ciudadanos percibieron que había llegado la hora del cambio. Zapatero entraba en Ferraz, donde hasta entonces apenas había estado tres o cuatro veces, con una drástica renovación generacional bajo el brazo. «Se le conocía poco, pero era evidente su escasa preparación para tan alto menester, sus carencias formativas no compensadas por una experiencia rica en el gobierno de una localidad o como dirigente sindical», apunta el autor.
Un año después del pinchazo en las municipales y autonómicas de 2003, se instala en La Moncloa inesperadamente tras la impresión provocada por la masacre de Atocha y los intentos del Gobierno de Aznar de atribuírsela a ETA. García Abad lo resume así: «A La Moncloa por una frase», en referencia a aquella de Alfredo Pérez Rubalcaba, «Nos merecemos un Gobierno que no nos engañe», y pasa a pormenorizar, casi minuto a minuto, todo lo que sucedió aquellos días que precedieron al discurso de investidura de Zapatero el 15 de abril de 2004.
Su primer cuatrienio es diseccionado con precisión de cirujano por García Abad que recuerda la inquina de George W. Bush; las prevenciones de Miguel Sebastián contra el ladrillo; las alegrías zapateristas para con el talonario al comprobar que las arcas del Tesoro estaban completas; la cruzada del presidente en pro de la igualdad para homosexuales y mujeres; los intentos de María Teresa Fernández de la Vega de poner orden donde estaba dejando de haberlo; el sueño acariciado por Zapatero de ser él quien consiguiera que ETA entregara las armas; la añoranza que sentía de un Felipe que no terminaba de entender como había podido sucederle a él; el gran enredo del Estatut de Cataluña, la idea -plantada en su mente por Miguel Barroso-, de contar con un grupo periodístico propio y todos y cada uno de los aspectos de aquel mandato al que seguiría «el trienio negro de un optimista patológico».
Ya en 2008, el PSOE vuelve a ganar, aunque con menos escaños de los esperados. Durante esta etapa se acentúa una de las características del presidente Zapatero, el hecho de que, asegura José García Abad, «es un hombre de principios con sus fines más difuminados y que a veces responden a corazonadas». Cesa a Jesús Caldera, el hombre más relevante de la Nueva Vía y número dos junto a José Blanco, coloca a Manuel Chaves en una vicepresidencia, se encona la lucha política entre Teresa Fernández de la Vega y Alfredo Pérez Rubalcaba, margina a Pedro Solbes que termina diciendo aquello de «no sé si me he ido o me ha echado», «Sebastián convence a Zapatero de que la crisis es un constipado» y el gobierno se percata demasiado tarde de que fue un gran error haber permitido el crecimiento desorbitado del sector de la construcción. Todo ello desemboca, en la primavera de 2011, en «el desastre anunciado del 22-M».
A partir de aquí, Rubalcaba «tuvo que emplearse a fondo y aplicar todas sus habilidades, destrezas y artimañas, toda su proverbial capacidad conspiratoria, para alcanzar el delfinato, tras una lucha de palacio sorda, pero de intenso dramatismo». La historia se repite, pero con una diferencia, «en esta ocasión el candidato no corre el peligro de que Felipe González trate de tutelarle como hizo con Joaquín Almunia».
De Alfredo Pérez Rubalcaba, asegura el autor, «es tarea ardua, poco menos que imposible», retratarlo nitidez». «Ese hombre flaco, de precaria salud de hierro, del que José Bono diría que «quizás es el más listo del partido», aunque añade que le perjudica su imagen de «pillo», no tiene más amigo, amigo verdadero, que Jaime Lissavetzky. El comando Rubalcaba es sólo Rubalcaba» y consigue «con admirable habilidad, a la chita callando, disimulando sus ambiciones hasta el momento preciso» dar un paso adelante y decir: «Aquí estoy yo». A pesar de la dificultad de la tarea, García Abad realiza un vivo apunte sobre su personalidad y aporta datos inéditos de la trayectoria de este político incombustible.
20-N: EL CATACLISMO DEL PSOE
Y llegó el 20 de noviembre de 2011. Las urnas dictan sentencia inapelable. El gran desastre fruto de la mala gestión que de la crisis económica hizo el presidente Zapatero y también de profundos cambios en la sociedad española a los que «no supo adaptarse el PSOE, que seguía anclado en viejos esquemas obreristas». Pero, al mismo tiempo, también el PSOE se vio afectado por cambios externos con una socialdemocracia europea «en el mayor de los desconciertos y en busca de nuevos paradigmas».
En cualquier caso, si bien es cierto que Zapatero tomó medidas sociales progresistas y tuvo la desgracia de que le atropellara la Gran Crisis, también lo es que «se empeñó primero en negarla y después en prometer una rápida salida». La mayoría de la nación constató que el presidente los engañaba, lo que relegó al olvido los aspectos positivos de su Gobierno, incluido el abandono de las armas por parte de ETA.
Lo cierto es que, con el tiempo, el recién llegado desplazaría a la gente de su generación que componía la «Nueva Vía» que le sirvió de plataforma para alcanzar la secretaría general: Jesús Caldera, Jordi Sevilla, Juan Fernando López Aguilar, Carmen Calvo, María Antonia Trujillo o Álvaro Cuesta, entre otros. Apenas quedaron supervivientes como Carme Chacón, José Blanco, Trinidad Jiménez, Leire Pajín y poco más. «Saturno devoró a los hijos de su generación» y muchos nunca le perdonarán la forma en que dirigió el partido, esa que «algunos conmilitones calificaron de ‘dictadura del secretariado'».
«No toda la culpa fue pues de Zapatero», a pesar de haber reproducido la anterior «dictadura del secretariado», concluye García Abad, que recuerda como un socialista de los primeros tiempos le aseguró: «El PSOE no ha perdido ninguna oportunidad de pifiarla».
«Lo que iba a ser refundación se trocó en un doloroso paréntesis» y «el Gobierno y el partido sufrieron las insuficiencias de formación y nula experiencia en la gestión de una persona que jamás había ganado un euro fuera de la nómina del PSOE», unas deficiencias sublimadas por una actitud mesiánica que exigía fe ciega a sus colaboradores y la supresión de debate interno en un partido tradicionalmente muy discutidor, apunta el autor.
Para José García Abad, el 20-N «se produjo la tormenta perfecta: se juntaron la crisis, las medidas que se interpretaron como traición y ultraje a los votantes, y los errores, las meteduras de pata y las torpezas de un líder de segunda».
El autor apunta que «los errores cometidos por los últimos Gobiernos del PSOE no explican por completo el hundimiento socialista. El caso español no es un fenómeno
aislado. La izquierda europea, la socialdemocracia, parece desconcertada y en retroceso en el continente, donde son pocos los países gobernados por la izquierda».
Ante este hecho incuestionable «hay quienes niegan la mayor y creen que pronto tendremos alternativa a los gobiernos conservadores en Europa y quienes lamentan que hayamos entrado en una nueva era de individualismo salvaje», mantiene José García Abad, para quien «el futuro de la socialdemocracia está oscuro y el pasado reciente
muestra claramente un retroceso en todos los frentes del Estado de bienestar, del prestigio del Estado y de los políticos».
José García Abad, El hundimiento socialista. Del esplendor del 82 al cataclismo del 20-N, o cómo hemos caído tan bajo. Planeta.