La Iglesia ha fundamentado sus exigencias de poder y su doctrina en un Jesús mítico, en una cristología inventada, que nada tiene que ver con el Jesús histórico
El año pasado, un excelente exegeta protestante, profesor de la Universidad de Gotinga, Gerd Lüdemann me envió su reciente libro «Wer war Jesús?, ¿Quién fue Jesús? Traducido el capítulo en el que aborda la pregunta, se lo envío para su publicación.
(Gerd Lüdemann).- Jesús es hombre de campo. El sabor a pueblo marca su prédica, habla del sembrador, de pastores y rebaños, de pájaros revoloteando el cielo o de lirios en el campo. El diminuto grano de mostaza le sirve al pueblerino Jesús como imagen de la llegada cierta del reino de Dios -para los judíos de entonces el estado futuro perfecto, en el que sólo Dios reinará como rey incuestionable-.
Jesús creció con más de cinco hermanos en el pueblo galileo de Nazaret. Su lenguaje materno fue el arameo, pero no exclusivo, chapurreaba algo griego. Como la mayoría de sus coetáneos Jesús no sabía ni leer ni escribir. Trabajó de carpintero. En la sinagoga de su país aprendió de memoria partes de la Torá -no sólo muchos preceptos sueltos sino también historias cautivadoras de los profetas milagreros Elías y Eliseo-.
Una ojeada al apóstol Pablo, que nunca se encontró personalmente con Jesús, permite conocer los límites de Jesús. Pablo no provenía de pueblo, era urbanita. Sus cartas, escritas en un griego pasable, reflejan la vida de la ciudad. En ellas se hallan alusiones al derecho, al teatro y a competiciones deportivas. Jesús en cambio jamás vio un teatro o pisó una arena. Jesús trabajó como carpintero en la ciudad de Séforis, a cinco kilómetros de Nazaret, marcada por la cultura griega. Por origen y formación ambos pertenecían a mundos distintos. En un encuentro entre ambos, Pablo sólo hubiera sabido encogerse de hombros ante Jesús y Jesús hubiera meneado la cabeza ante las filigranas argumentativas de Pablo, diciendo algo así como: «¡pero qué dice este tío!».
A pesar de todas las diferencias Jesús y Pablo coincidían en puntos fundamentales. Como judíos creían en un Dios, creador de cielo y tierra y que eligió a Israel como su pueblo. Ambos estaban seguros de que Jerusalén era el centro del mundo y que al final de los tiempos aparecería allí el «salvador»; aquí se encontraba el centro cultual del judaísmo, el templo. Al mismo tiempo ambos celebraban las grandes fiestas del ciclo del año ordenadas por Dios: la Pascua, Pentecostés y la fiesta de los Tabernáculos. Jesús y Pablo compartían esta estructura de convicciones religiosas con la mayoría de judíos de su tiempo.
A Jesús le dio un fuerte empujón Juan el Bautista, que vivía en el desierto. Se alinea dentro de una larga lista de profetas judíos de calamidades, que exhortaban a la conversión a la vista de la cercanía del «día del Señor». Al tiempo que unía su prédica con la declaración de un perdón de pecados, que obtenía quien se dejaba bautizar por él, garantizándoles que así podrían salvarse del eminente juicio final. Su anuncio corrió como la pólvora e hizo que muchos judíos se acercaran al Jordán donde él bautizaba, entre otros acudió Jesús.
Los miembros de la aristocracia sacerdotal de Jerusalén pudieron sentirse irritados por este tipo estrafalario del Jordán y sus seguidores. ¿Acaso no les había confiado Dios sólo a ellos el servicio en el templo, que causaba expiación y el perdón de pecados? Para los poderosos la cosa se volvió crítica cuando la prédica judicial de Juan se extendió también al campo político. El soberano Herodes Antipas se percató cuando Juan comenzó a censurar su matrimonio con una pariente contrario a la Torá. Y rápidamente mandó ejecutarle como revoltoso.
No está claro el tiempo que Jesús anduvo en el entorno de Juan. Pero por la rivalidad, que aparece en los Evangelios entre los discípulos de ambos, se evidencia que al poco de su bautismo Jesús emprendió su propio camino. Esta marcha o partida se fundamenta por parte de Jesús en dos razones: a la larga a Jesús no le agradaba el talante ascético de Juan. Y, además, Jesús descubrió en sí mismo la capacidad para curar posesos. Esto valoró ante sus discípulos como una prueba evidente de que entre ellos se estaba instaurando el reino de Dios, se estaba consumando la plena teocracia. O, en palabras de Jesús: «Si expulso los demonios con el dedo de Dios es que el reino de Dios ha llegado a vosotros».
La capacidad milagrera de Jesús pronto se propagó por Galilea. Los exorcismos, mediante los que curaba a los enfermos psíquicos, son los «milagros» más confirmados en el Nuevo Testamento. Enfermedades nerviosas y anímicas se atribuían por entonces a la posesión de demonios. A Satán se le consideraba el jefe de todos estos malos espíritus. Según el propio testimonio de Jesús «le vio caer del cielo como un rayo». El triunfo sobre Satán, que los devotos judíos esperaban en un futuro, se hacía realidad en el entorno de Jesús. Jesús sanó a hombres, mujeres y niños y les arrebató -dicho de modo mitológico- del dominio de Satán, dejándole a éste sin poder.
El reino de Dios se mostraba, según Jesús, no sólo en sus curaciones sino que ocurría y se plasmo también en su conciencia, convencido de que en el fin del mundo próximo un grupo de doce discípulos, elegidos por él y como representantes del «verdadero Israel», juzgaría al resto de Israel. Pero esta esperanza no iba unida en él con la creencia de que fuera él el futuro salvador como Mesías o hijo del hombre. Más bien lo que él pretendía era abrir camino, abrir paso al reino de Dios.
La vida de Jesús, en su fase decisiva, estuvo marcada por la firme creencia de tener que explicar de modo perfectamente válido la ley divina en nombre de Dios. En gran parte su interpretación de la Torá se percibía como agudización de la voluntad divina. Así prohibió la separación matrimonial aludiendo a la bondadosa creación divina, por la que hombre y mujer en el matrimonio se convierten inapelablemente en una sola carne. El mandamiento del amor lo aguza y exagera con la exigencia de amar al enemigo. Prohíbe el juramento. A veces redujo y recortó la Torá, y prácticamente abolió los preceptos sobre los alimentos. Pero todo esto, que tenía visos de autonomía, estaba fundamentado en teonomía. Jesús únicamente podía llevar a cabo estas interpretaciones libres y, al mismo tiempo, radicales de la ley porque pensaba haber recibido el poder de Dios, al que con afecto le llamaba «Abba» (=aita, papá).
Así que Jesús fue exorcista, intérprete de la ley y profeta del porvenir, pero al mismo tiempo fue también poeta y maestro de filosofía. Narró historias sugestivas de falsarios y vio en su valoración realista de cada situación un modelo para sí y sus propios discípulos. La vida de Jesús en esta fase se asemejó a la de un héroe inmoral. Jesús ya no trabajó en adelante, algo atípico para un maestro judío, y exigió a sus discípulos que hicieran lo mismo siguiendo su ejemplo. Él mismo permitió que le mantuvieran sus fans y seguidores.
En sus narraciones intercalaba reglas de sensatez y cordura, más propias de filósofos. En parábolas ilustraba y explicaba cómo Dios daría lugar a su reino, de modo suave y flexible y, al mismo tiempo, de manera irrevocable. Otras parábolas en cambio exponen de forma fulminante que Dios busca lo perdido. Jesús legó en vida el comentario que a menudo comió con putas, aduaneros y republicanos. A veces sus comparaciones y parábolas adquirían tono amenazante: En el juicio final, inmediatamente antes del establecimiento de su reino, Dios destruirá a sus enemigos. Más tarde troca en felicidad y bienestar el destino de los pobres, hambrientos y llorosos, como se expone de manera clara en las bienaventuranzas del sermón de la montaña.
Jesús tuvo éxito en Galilea. Fueron muchos los que simpatizaron con él. Y fue a Jerusalén para llamar al pueblo y a los dirigentes a la conversión. Cuando criticó abiertamente la situación reinante en el templo la dirección judía pensó que había traspasado la línea roja. Y lo que sucedió ahora no se puede comparar con las discusiones y desencuentros habidos hasta ahora en Galilea entre Jesús y sus críticos. La aristocracia local de Jerusalén calumnió y difamó a Jesús -quien sólo esperaba la instauración próxima del reino de Dios- de querer ser el rey político de Israel. Y se decidió su destino, Pilatos le sometió a un proceso corto.
Pero tampoco se cumplió el sueño de Jesús del reino de Dios, su vida terminó en la cruz en un fiasco.
Y en lugar del reino de Dios vino la Iglesia. No mucho después del impacto de Viernes santo los discípulos más cercanos afirmaron haber «visto» a Jesús; éste habría resucitado de entre los muertos y habría fundado su Iglesia sobre Pedro (=roca). Como hijo de Dios resucitado les dio algunas consignas personalmente. En adelante ya no fue punto central y básico la llegada del reino de Dios como antes, sino que aparece en primer plano el regreso de Jesús resucitado y su presencia misteriosa en las celebraciones del banquete. De repente Jesús reclamó títulos de dignidad, que en vida los había rechazado: se denominó «Señor», superior a todos los soberanos de la tierra, «Hijo del Hombre», que aparecería en el juicio final sobre las nubes del cielo, el «Ungido», que se sienta a la derecha del padre.
Había nacido la doctrina dogmática sobre Cristo (la «Cristología»), que rebasó claramente toda pretensión de poder del Jesús histórico. Esta cristología de la Iglesia colocó al Jesús histórico, que hacía una clara distinción entre Dios y él, en los aledaños de Dios, a su mismo nivel y altura («yo y el padre somos uno»).
Jesús se había sentido enviado sólo a los coetáneos judíos, a los judíos de su tiempo, sin embargo ahora el campo de visión y actuación de la Iglesia se amplió prodigiosamente. A la primigenia Iglesia, que hablaba arameo, se asociaron y unieron pronto judíos grecoparlantes -que jamás habían visto y conocido a Jesús- y portaron el mensaje cristiano a los paganos. El alumno más famoso y otrora perseguidor, el ex fariseo Pablo, «vio» también, al igual que antes los discípulos más próximos a Jesús, al resucitado y se sintió llamado por éste. Este erudito judío dio un impulso determinante a la evangelización pagana, organizándola a gran escala y fundamentándola mediante escritos teológicos. Su eslogan: La sagrada Escritura de Israel es un libro plenamente cristiano, que anunció y pregonó de antemano la venida de Jesús y de la Iglesia.
Fue una tragedia el que el Jesús histórico fuera víctima de una intriga política en Jerusalén, pero aún mayor tragedia es el modo y la forma cómo los primeros cristianos falsificaron la prédica del reino de Dios de Jesús para convertirla en doctrina de la fundación de la Iglesia por el «resucitado».
Y hasta el día de hoy han encontrado devotos que le sigan.
Resumiendo: La Iglesia ha fundamentado sus exigencias de poder y su doctrina en un Jesús mítico, en una cristología inventada, que nada tiene que ver con el Jesús histórico.
Traducido por Mikel Arizaleta
¿Quién fue Jesús?
Intervenciones teológico-políticas
de Gerd Lüdeman
[En la contraportada del libro de la edición alemana se dice:
El teólogo crítico Gerd Lüdemann ha ofrecido resultados de análisis e investigación sobre el Nuevo Testamento, que abren nuevos caminos. Este nuevo libro no está dedicado a la investigación. Las intervenciones, cortas y asequibles sobre «¿Quién fue Jesús?» tratan temas desde la formación del monoteísmo bíblico hasta la relación fe-ciencia; en el libro se incluyen los artículos a modo de mosaicos individuales conformando una imagen global de la Iglesia primigenia.
Todos los textos giran sobre la cuestión del Jesús histórico. A la vista de la falsificación eclesial de la imagen de Jesús esta cuestión tiene implicaciones políticas, ya que las Iglesias hasta el día de hoy basan sus reivindicaciones de poder en un Jesús mítico, que nada tiene que ver con el Jesús histórico]
Introducción
En el presente libro presento una colección de ensayos, la mayoría publicados ya en periódicos y semanarios alemanes. Los ensayos hablan de la Biblia y sus consecuencias en la historia, sobre el cristianismo primigenio y la práctica teológico-eclesial en nuestros días y, también, sobre la relación fe e historia. Sólo algunos artículos he retocado ligeramente, evitando solapamientos.
La mayoría de los ensayos versan sobre la cuestión de Jesús de Nazaret, cuestión que no sólo tiene consecuencias teológicas sino también políticas puesto que las Iglesias basan hasta el día de hoy sus reivindicaciones de poder en un Jesús mítico, que nada tiene que ver con el Jesús histórico.
La ocasión de poder escribir sobre problemas científicos de mi especialidad ante un gran público supone para mí siempre un gran desafío. Tengo que formular de manera precisa en un espacio convenido, la mayor parte de las veces corto, quien se beneficia de ello son mis obras científicas de un mayor volumen.
El contenido y la historia del nacimiento de las aportaciones, que presento, hacen que cada una de ellas, aunque breve y corta, se entendible por sí misma. Esto tiene la ventaja de que el lector puede adquirir una visión rápida del tema en su conjunto.
Gotinga, enero del 2011
Gerd Lüdemann