La única diferencia que puede existir entre los bautizados deriva de las distintas funciones, servicios o ministerios que desempeñen, no de algo que cambie su ser de forma radical
(Bernardo Pérez Andreo).- La gran diferencia entre la Iglesia del Concilio Vaticano II y la anterior radica en la propuesta de Pueblo de Dios como clave interpretativa de la Iglesia.
La expresión tenía como función superar el juridicismo apologético y el reduccionismo societario en el que había caído la eclesiología desde Trento. El llamado «giro copernicano» dentro de los debates en torno al esquema de la Iglesia, supuso la expresión definitiva de la ruptura con la Iglesia tridentina, una Iglesia basada en la jerarquía y en el sacramento del Orden, fuente de toda sacramentalidad en la Iglesia preconciliar.
La precedencia del capítulo sobre la Iglesia Pueblo de Dios al de la Iglesia jerárquica no es un giro copernicano, es en realidad volver a poner de pie una eclesiología que había estado boca abajo durante el segundo milenio de la historia de la Iglesia, pues durante el primer milenio se consideró la realidad mistérica y sacramental la estructura eclesial por esencia.
El Cuerpo real de Cristo identificaba la Iglesia en tanto pueblo y estructura visible, mientras la realidad sacramental de la Eucaristía era considerada Cuerpo místico de Cristo. Con Jaime de Viterbo se llega a la expresión definitiva del cambio radical por el que el Cuerpo real pasa a ser la Eucaristía y el Cuerpo místico la Iglesia en cuanto estructura.
El Cuerpo real de Cristo, la Eucaristía, está sujeta a los ministros ordenados, que son quienes realizan la Eucaristía in persona Christi, mientras el pueblo fiel apenas cumple ninguna función en la Iglesia, quedando el término «laico» manchado durante siglos por el afán de poder de aquellos poderosos que no pertenecían al orden sagrado.
El Vaticano II viene a poner las cosas en su sitio. No modifica la terminología sobre el Cuerpo real o místico de Cristo, pero sí pone cada cosa en su lugar: lo primero en la Iglesia es su función instrumental respecto al Reino de Dios, proyecto de amor de Dios para la humanidad; este proyecto se lleva a cabo por medio de la Iglesia, sacramento universal de salvación; la Iglesia es el Pueblo de Dios nacido de la presencia del Espíritu en el bautismo, por el que todos somos hijos en el Hijo y hermanos; nada mengua la igualdad ontológica de todos los cristianos, convertidos por el bautismo en sacerdotes, profetas y reyes en Cristo Jesús.
Sin embargo, a la hora de llevar a cabo la misión eclesial del Reino, existen distintas funciones dentro de la Iglesia, distintos servicios, distintos ministerios; es aquí, en el nivel diaconal, donde están las diferencias, diferencias que están en función de una adecuada realización de la misión; algunos entre los bautizados tienen el servicio de la mesa, o de la palabra, o de la enseñanza, o de la caridad; todos son servicios diferentes, como el del ministro ordenado para el sacramento del altar.
Esto último no está dicho tal cual por el Concilio, aunque pertenece a su espíritu, espíritu que es la clave hermenéutica del mismo. Para contentar a una parte pequeña de los padres conciliares se introdujo la expresión de que la diferencia entre sacerdocio común y el sacerdocio ministerial es esencial y no solo de grado (LG 10), contraviniendo el principio de no contradicción, pues una cosa no puede ser y no ser a la vez, es decir, no puede darse una igualdad ontológica de todos los fieles por el sacramento del bautismo y una diferencia esencial por el sacramento del Orden; diferencia esencial es lo opuesto a igualdad ontológica. La única diferencia que puede existir entre los bautizados deriva de las distintas funciones, servicios o ministerios que desempeñen, no de algo que cambie su ser de forma radical.
Para leer el artículo completo, pincha aquí: