Lo que había que cambiar era a la comunidad, comenzando por nosotros, que seguíamos siendo los mismos y que éramos culpables del gobierno que teníamos
(Orlando Gaido).- En los últimos meses, tal vez por el fenómeno Francisco, se han publicado por este medio varios artículos sobre curas argentinos de una actitud social por lo menos peculiar, que buscan la justicia social, por lo menos como ellos la entienden.
Muchos de ellos están realmente con los pobres, con los que sufren la injusticia. Los estimo mucho y mi única pregunta es hasta qué punto se dan cuenta del protagonismo que probablemente desarrollan. Como cura actué en Argentina desde mi vuelta al país, en 1966 hasta mi exilio en 1981, por lo tanto vi nacer el primer grupo de estos curas, llamados entonces «tercermundistas», y tuve ocasión de tratarlos. Cuando me tocó irme del país yo no era persona grata para el gobierno, pero tampoco lo era para estos hermanos colegas.
En todas las épocas, latitudes y culturas, la política y el gobierno fueron la tentación de los militares y de los sacerdotes. Tanto los unos como los otros disfrazaron siempre ese vicio de mandar con la virtud de custodiar el orden material y espiritual.
A veces militares y sacerdotes fueron rivales, hasta el punto de tratar de reemplazarse mutuamente, transformándose el comandante en líder espiritual y el gran sacerdote en comandante, pero las más de las veces fueron aliados y se repartieron el poder y las prerrogativas, se apoyaron, encubrieron y lisonjearon mutuamente. Argentina no podía ser una excepción y sin bucear en su historia pasada, estas últimas décadas, lo confirman sobradamente.
En el cincuenta y cinco derrocaron a Perón y todos sabíamos que los curas, si no habían guiado la mano de los militares rebeldes, por lo menos la habían inspirado, por no decir instigado y así también lo entendieron los pocos peronistas que organizaron la contrarrevolución. De hecho, sobre las paredes de todo el país escribieron esta consigna: «con las tripas del último cura colgaremos al último militar».
El mismo Perón se había mantenido en el gobierno gracias al apoyo o por lo menos a la connivencia de militares y clero. Durante diez años muchos sectores de la sociedad habían sufrido la opresión, sin que por eso ocurriera nada, pero bastó que la Iglesia fuera tocada durante algunos meses para que Perón cayera.
En el sesenta y seis un golpe de estado destituyó a Illia y nadie ignoraba que junto a los militares que nombraron presidente al General Onganía, había conspirado un fuerte sector de la Iglesia, y Gregorio Selser describió entonces esta idílica alianza en un libro que intituló «El Onganiato, la espada y el hisopo».
Después de la reunión de los obispos en Medellín, todo comenzó a adquirir un cariz muy diferente en la Iglesia latinoamericana. Un grupo de curas argentinos abrazaron la causa de la multitud obrera y se dieron cuenta de que los obreros se habían conservado fieles al único líder que alguna vez tuvieran, o sea Perón, y por eso se decidieron a reconquistar su confianza y fundaron un movimiento que se denominó «movimiento de curas del tercer mundo».
Algunos de ellos se volvieron curas obreros y todos adoptaron una postura de oposición a la iglesia conservadora y oligárquica del Opus Dei y de los Cursillos. Transformaron sus iglesias en unidades básicas y si no los apoyaron, por lo menos simpatizaron con los grupos de la subversión armada y los justificaron, con la explicación de que esa violencia había sido engendrada por otra violencia: la injusticia de la clase opresora.
Todo este movimiento no surgía de una reflexión cristiana sobre la realidad de injusticia social en que, hechas unas pocas salvedades, vivían las masas en el país. En cambio, por lo menos en parte o inconscientemente, todo se inspiraba en la vieja demagogia de siempre: el pueblo se había mantenido peronista y desconfiaba de la Iglesia, a la que, con sobrados motivos, consideraban aliada de la oligarquía.
Por eso, si se quería reconquistar la confianza del pueblo, había que demostrar un concreto apoyo al peronismo. No importaba si ese era el mejor camino para salvar al país, o si en cambio no se hacía más que entregarlo a un grupo de incapaces populistas, que en poco tiempo habrían dado fundados motivos a los militares para volver a tomar el poder, con la conciencia tranquila de estar sólo cumpliendo con el deber de padres concienzudos, que se ocupaban de corregir a los hijos descarriados con la debida severidad.
No, lo único que importaba era que el pueblo volviera a la Iglesia, y dado que todo parecía indicar que el peronismo volvería al gobierno, que lo hiciera de la mano de la Iglesia.
Uno de los jefes ideológicos del movimiento de los curas tercermundistas me dijo en ese tiempo: El peronismo es el único movimiento que pertenece al pueblo y ha llegado el momento de comprender que no existen terceras posiciones; o estamos con el pueblo o estamos contra él. Y cuando le hice notar su incongruencia, continuó: Nosotros queremos luchar desde abajo; si es preciso nos equivocaremos con el pueblo, pero en libertad.
A lo que yo le respondí que ellos no daban libertad al pueblo, porque como curas apoyaban a un partido, sea cual fuere, lo que era darle un aval demasiado poderoso. Nuestro pueblo, a pesar suyo, confiaba demasiado en la Iglesia y ellos eran la Iglesia, no se podían presentar como Vernazza, Ricciardelli, Mugica, sino como el «padre» Vernazza, el «padre» Ricciardelli, el «padre» Mugica, y si ellos, los «padres», avalaban al peronismo, eso significaba que era bueno, santo.
Ellos eran la misma vieja Iglesia de siempre, que esta vez hacia un lado diferente, pero con la misma fuerza de siempre, inclinaban la balanza. En el cincuenta y cinco se acusó a la Iglesia de echar a Perón, en el sesenta y seis fue la Iglesia la que colaboró decisivamente para la caída de Illia, ahora ellos habían traído de vuelta a Perón. No se trataba del peronismo en sí, lo mismo hubiera sido con cualquier partido, estaban haciendo lo mismo que el clero italiano, que predicaban a sus fieles: se puede votar por cualquier partido, con tal de que sea demócrata y cristiano, lo que equivalía a: voten por la Democracia Cristiana.
O sea, usar la investidura sacerdotal para avalar un partido era una posición demagógica de vieja Iglesia conservadora que simplemente se adaptaba a una situación sin llegar al verdadero centro de la cuestión, que hubiera sido analizar la realidad ¿por qué toda la injusticia? ¿Por qué el mundo no ha cambiado después de casi dos mil años de cristianismo? ¿No será porque nuestra predicación ha fallado, porque hemos predicado nuestra palabra, en vez de la palabra de Dios?
En aquel entonces una verdadera toma de conciencia era golpearnos el pecho y reconocer que los primeros culpables éramos los cristianos, que muchos de los que ejercían la injusticia eran los mismos que comulgaban cada día e invitaban a sus estancias a los obispos y sostenían a la Iglesia con fuertes sumas, que ésta aceptaba de buena gana.
Cambiar al gobierno por medio de la guerrilla o apoyando a un partido no cambiaba la situación, lo que había que cambiar era a la comunidad, comenzando por nosotros, que seguíamos siendo los mismos y que éramos culpables del gobierno que teníamos. De nosotros el Señor esperaba algo muy diferente, que predicáramos la redención, no la revolución, que tuviéramos un corazón nuevo, lleno de amor, no cada vez más lleno de odio y de injusticia.
Yo hace muchos años que no estoy en Argentina, pero diariamente sigo los acontecimientos. De todo lo que estos hermanos hacen conocer, hay algo que me extraña. Durante diez años vieron destruir el país con la mentira de que se trabajaba para el pueblo, pero aún hoy siguen sosteniendo a esa camarilla, que de una manera fascista avasallaron al pueblo, que ellos dicen defender.