Siempre leyó el Antiguo Testamento en hebreo, el Nuevo en griego, a Dostoievski en ruso, a Kant en alemán y a Hugo en francés
(Manuel Mandianes, antropólogo del CSIC y escritor).- El otro día hablando con un doctor que cuando le preguntan: ¿Qué es Usted?, responde: «trato de ser buena persona», recordé a Don Benigno, cura de Samamede (Xinzo, Orense), quien siempre leyó el Antiguo Testamento en hebreo, el Nuevo en griego, a Dostoievski en ruso, a Kant en alemán y a Hugo en francés.
Lo visitaba todos los veranos y en Navidades. En verano lo encontraba en un blanco del bosque estudiando a la sombra de los robles y castaños centenarios e la finca que rodeaba la casa. Allí tenía una mesita rodeada de enormes montones de libros. En invierno a la luz de una bombilla colgada sobre el libro que estaba estudiando.
Una vez, al día siguiente de llegar de vacaciones, iba leyendo una novedad editorial que había comprado en París al día siguiente de llegar a las librerías. «No está mal pero tampoco mata», me dijo. Don Benigno ya se lo había leído. Otra vez, lo encontré en el camino hablando con dos campesinos. «¡Me imagino que le costará mucho hacerse entender de esta gente!», le dije. «Nada, les escucho y me doy cuenta de que me haría falta todo el tiempo del mundo para descubrir cuanto ignoro».
Don Benigno solo salió de su parroquia para ir a examinarse a Santiago de Física Teórica, y a Madrid para asistir a los seminarios que hacía Zubiri. En palabras del mismo Zubiri, don Benigno fue uno de los alumnos de formación más profunda y amplia que asistieron a sus seminarios.
Durante muchos años tuve la impresión de que de todas las bibliotecas privadas que había visto, la suya, que dejo a un monasterio, era la más grande. Con el paso del tiempo las he visto y frecuentado más grandes. Una vez que me vio llegar a la madriguera, se levantó alborozado diciendo: «Gracias a Dios, ya llega quien va a desasnarme». Creo que trataba de hallar una derivada de la formula de la relatividad. Cuando le dije que ni siquiera sabia en que consistía tal formula, me consoló diciendo: «no tiene importancia, son tonterías mías».
Que se sepa, solo dos personas declararon en su vida enemigo a don Benigno. En aquel entonces, el cartero venia en burro por los pueblos una vez cada 15 días o cada mes. Había poca correspondencia y la que llegaba la retenía. Pero a Samamede tenía que venir con mucha frecuencia y, además, a traer libros que pesaban mucho. «Por eso me había declarado enemigo».
El otro era un sobrino suyo porque «mi tío gasta en tonterías (libros) el dinero que debería darme a mi». Mucha veces no llegaba a los entierros ni a la casa de quien iba a visitar porque iba a caballo leyendo y solo se daba cuenta de que se había pasado o perdido cuando alguien, al saludarlo, lo devolvía al mundo.
Nunca fue invitado al Seminario ni a ninguna otra institución diocesana a hablar. Vivió y murió con la pena de la poca inquietud espiritual e intelectual del mundo clerical e su tiempo y lamentaba que las autoridades eclesiásticas en vez de estimular el estudio tuvieran miedo de que los sacerdotes estudiaran porque «podrían poner en cuestión muchas cosas y, a lo mejor, abandonar la misión». Defendía que el hombre no es libre hasta que sabe lo que hace y por qué lo hace. Y decía, más o menos: «Poco saber ensoberbece, mucho saber te pone en el camino de Dios. Ello no quiere decir que vayas a llegar».
Me contó algunas de las anécdotas que le habían sucedido con los profesores de Santiago cuando iba a examinase y los problemas que estos viajes le causaban con las autoridades eclesiásticas. Un grupo de amigos del CSIC estábamos preparando una serie de conferencias que debería dictar Don Benigno cuando recibimos la noticia de su muerte.