Entablo diálogo con una aparente pasajera octogenaria en la estación de tren de Torelló, cerca de Vic, en Cataluña. Me revela que sólo va allí a darse un garbeo. No espera como yo el tren. Se quedará un rato y regresará a su casa. Hay una tortuosa cuesta por medio. Me dice que ir a la estación es una manera de obligarse a salir de casa. “El día que deje de arrancar, allí me quedo”-me confiesa.
Al ver que la escucho con interés (principio de escucha activa recomendado por Dale Carnegie que asumo de manera desinteresada) prosigue explicándome sus cuitas: “Mi marido murió de un infarto a los 54 años. Qué guapo que era. Estaba muy solicitado. Pero me escogió a mí. Pero eso sí, era muy poco detallista. De los aniversarios nunca se acordaba. Pero cómo me acuerdo de él. Deseé morir…”:
Toma aliento y continúa, consciente de mi expectación: “Pero no podía acabar con mis días. Tenía yo familia a quien cuidar. No les podía hacer eso. Me necesitaban”.
Y eso me hace pensar en el razonamiento de Víktor Frankl en su obra “El hombre en busca de sentido”: ¿por qué no nos pegamos un tiro? Pues por eso, aquello o lo otro. Y ese es el sentido. La razón para continuar. Esa mujer -sin ser consciente de ello- me estaba hablando como el mismísimo Víktor Frankl en una remota estación de tren.
(Celebro haber incorporado este libro como lectura obligatoria a mis alumnos de Máster. Ojalá que con el paso del tiempo le encuentren…sentido).