He regresado a la Zona Franca. Es un barrio de Barcelona al que voy muy esporádicamente. A lo sumo a comprar a la Bauhaus. Poco más.
Hace unos 12 años tuve una comida excepcional en un bar de camioneros: «La Granja de Elena». Buenísimo. Y carísimo. Comí con el entonces candidato a presidente del FC Barcelona Sandro Rossell. El ágape incluyó anguilas. La cuenta final salió mucho más de 100 euros por cabeza. Me quedé ofuscado. Mis compañeros de festín lo debieron de notar. La solícita Visa diamante de uno de ellos acudió en mi auxilio. Fui invitado. Nunca había comido en un lugar tan caro, si bien mis compañeros de mesa pidieron las más sabrosas viandas, entre ellas -aparte de las referidas anguilas- ostras y jamón de jabugo.
La Zona Franca tiene rincones de singular encanto. He pasado junto al Mercado de la Marina. Y también junto al edificio anaranjado que siempre veía desde la ladera colindante del Club Natación Montjuïch, donde practiqué intensamente el tenis durante dos años y esporádicamente me bañaba en la piscina olímpica al descubierto. Aquello acabó en 1995. Hace un cuarto de siglo. Para entonces me fui a vivir a Mallorca.
Y me viene a la memoria mis correteos en ruidosa moto Derbi por la calle de Nuestra Señora del Puerto. Allí vivía la señora María, un alemana próxima a nonagenaria. Me dio unas clases de fonética alemana. que yo pagaba religiosamente tras cada sesión. Me la recomendó el Goethe Institut. A la pobre mujer le dolían los huesos pero tenía aquella fortaleza de ánimo teutónica que yo tanto admiro. Tenía el cabello blanco, un piso minúsculo, un gato y todo el semblante de mujer singular.
(¿Qué avatares de la vida la llevaron a la recóndita Zona Franca?).