EL MORBO DE LA HAMBURGUESA (y un vaso de bon vino)

Las ministras estrechas y catecúmenas del paraíso (socialista) no entienden que lo que hay que hacer con los jóvenes es enseñarles a beber vino, no prohibírselo. A gozar de un vaso de bon vino, el néctar que los dioses regalaron a los pueblos mediterráneos, dicho en román paladino, «en el cual suele el pueblo fablar con su vecino», como nos enseñó Berceo. Claro que ya nadie sabe quién era este monje, aquel mester. La labor de la ESO arrasando la memoria y el conocimiento, la quiere completar el zapaterismo acabando con la felicidad.

Mañana revisarán los versos Manuel Machado y declararán ilegales “mujeres y vino, guitarra y poesía”, los cantares de la tierra mía. ¡Viva el vino y las mujeres!, será una consigna revolucionaria de Manolo Lenin Escobar. Nos van a dejar sin poetas, griegos, romanos, incluso los arabigoandaluces, herejes en un islam que de vez en cuando les enviaba una invasión de morucios integristas y los mandaba al exilio. Debe ser algún plan pactado entre la Luz de las Civilizaciones ZP con Ahmadineyab, el presidente iraní, un país donde han decretado ilegal la alegría de vivir, para que nos parezcamos a esa cárcel de los jomeinis, de los alfaquíes fanáticos, de los tiranos capados.

Lo malo de nuestros muchachos no es que beban vino, sino que no lo beben. Que no saben disfrutar de la conversación placentera, de los aromas, de la soltura que lentamente se apodera de la lengua y la mente del bebedor sabio. Se han barbarizado. No beben, ingieren agoniosamente, sin equilibrio, para olvidarse de quienes son, y no para ahondar en sí mismos. Carecen, en efecto, de cultura, es decir, de curiosidad y refinamiento.

El socialismo en su fracaso ha pasado de atacar el capitalismo, las plusvalías, la religión y la voluntad del hombre para declararse dueño de su destino, a anatematizar las hamburguesas, el vino y las películas americanas. En esto se ha quedado la lucha de clases, el motor de la Historia, la vanguardia de las masas y el materialismo: en declarar a Burguer King y a Casa La Ermita enemigos del pueblo por hacer las hamburguesas grandes y el petit verdot excepcional. Bien es verdad que si algo revela la inutilidad absoluta y el fracaso de los derivados del marxismo es, precisamente, que los que se dicen herederos del proletariado se quejen de que en los establecimientos de comida la ídem sea abundante y barata y nadie les haya cortado la cabeza.

En el nombre de una gazuza milenaria, de un hambre que produjo convulsiones universales, sus ususfructuarios demagogos de hoy rechazan los alimentos calóricos, las raciones generosas, la carne que en otros tiempos los obreros no veían más que de la mano y en las tripas de los ricos. ¡Qué mundo tan malo este de Occidente que obliga a las ministras socialistas a sublevarse contra los restaurantes que ofrecen carne abundante y asequible a todos! Ahora que ya no nos morimos de hambre, quieren que nos muramos de pesambre, de la mala conciencia del devorador pecaminoso, de la pesadumbre moral tras el festín. Como antes.

Cada día estoy más convencido de que la inquina del zapaterismo hacia la Iglesia no es más que nostalgia: lo que quieren es amenazarnos con el infierno del colesterol, el vicio nefando de la nicotina, el horror de un tocino de cielo (de Caravaca, por supuesto, dulcísimo y espeso, hecho de yema y azúcar al “baño de maría”), el espanto de un chorizo asado en las brasas, chorreando su grasa deliciosa, el pecado, pecado, pecado de una olla de cerdo, de una noche del reventón con sus tortas fritas, su chocolate, sus migas. Y si es rabo de toro matado en la plaza, sin dialogar con él como pide la Narbona, entonces condenación eterna. Lo que añoran es la parte más siniestra de aquella Iglesia del barroco, los inquisidores con cara de Rubalcaba, los directores espirituales, los que para proteger el alma hacían de la vida, pena; de los placeres, delito; dolor del gozo. Por eso les encanta el Islam, que regula hasta cómo hay que lavarse.

Ahora, para entretenernos mientras deshace España, ZP ha enviado a su ministra flaca, a su reina de cuota de la hamburguesa, a sacarnos de la perdición: después de siglos de necesidad (así es como se le llamaba al hambre), de mendrugos, de andrajos y alguna sardina de cuba, de cuatro migas de bacalao y unas olivas negras, de ensalá de alubias por la mañana y ensalá de alubias por la noche (y al día siguiente, que es cuando está buena), a los pobres les había dado por espumar, por la carne, el vino bueno, los quesos exquisitos, los habanos penetrantes, el rubio americano, los güisquis de malta, el foie y los postres de nata, los chocolates suizos y belgas, la lujuria irredenta de comer y beber sin templanza que es para lo que se hacían las revoluciones. En vez de morirse a los treinta y cinco años de desnutrición y explotación, de desesperanza y oprobio, el neoliberalismo ha llevado a los trabajadores de Occidente, gracias a su nefastas libertades y al individualismo insolidario, a morirse a los ochenta con las venas hinchadas de embutido y la tensión por las nubes de los mochazos de coñá, hartos de follar en Cancún. Mala cosa. Que la gente viva bien siempre es malo para el socialismo, porque se acostumbra y luego quiere que no le suban los impuestos, que no le quiten las casas y que la dejen en paz.

Así que un día, contra mi querencia por las tortillas de patatas, me fui al burguerking ansioso de caída, de transgresión, de morbo y me pedí una hamburguesa XXL, enorme, jugosa, regada por cien mil sobrecitos de mostaza y ketchup que me chorreaban como si estuviera devorando almejas sangrantes, simas de sevicia libidinosa entre patatas fritas de cartón y cerveza de barril, una orgía de inmoralidad por 5’95 euros, un espectáculo que, sin embargo, nadie advirtió: los jóvenes hamburgueseros de hoy no saben ya lo que es el pecado, ya no gozan pensando en las ministras, en los potros.

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