Pollos y pavos para Narbona

Hace un par de semanas acudieron los regantes murcianos, en su desesperación, a rogarle agua al Gobierno, a contarle a tan ecológica camarilla que sesenta mil hectáreas (¡60.000!) de las más productivas de España corren el riesgo de desaparecer para la agricultura. Tendrían que haberse presentado con unos pocos de pollos. De los buenos, de esos imposibles de encontrar ya, de los criados en los corrales de las casas de cuando teníamos casas y tiempo y educación para ser agradecidos, aquellos que crecían sueltos, comiendo mondaduras de tomate y pepino con su harinilla y su grano.

Y alguna pavica de pluma negra, de las que los niños de hoy no han visto nunca, las que sirven en Lorca o en Caravaca para hacer el mejor arroz del mundo, ya se pueden poner los alicantinos y los murcianos con sus «a bandas» y sus hortalizas como quieran o como queráis, que no hay arroz como el de pollo campero hecho en la lumbre y pimiento morrón. Cuando yo era zagal, en Navidad la gente del campo, rubios como el trigo, que así son los del campo desde Caravaca a Huéscar, alemanes, flamencos de blusones negros y pieles clarísimas, bajaban con sus pollos exquisitos, de carne morada que había que cocer durante horas, y que mi madre rustía con una receta de su tía Juana, que era una mujer genial que pasó en Barcelona sesenta años sin dejar ni un minuto de ser de Caravaca. Y de Archivel.

Aquellos pollos, aquellos pavos con “gordo” excepcional para hacer un caldo de arroz insuperable, son recuerdos del mundo dulce de una infancia con pavos atragantándose y cantando “pai-pai-pai”, cuando la gente buena agradecía con ellos los favores de los que sabían de letras y papeles, de los que les defendían de la ignorancia y del Estado.

En el Ministerio, digo, tenían que haberse presentado en el Ministerio a pedir el agua que por ley les pertenece con pollos y pavos para Narbona y De la Vega y la de Agricultura, que no sé ni cómo se llama, en esa reunión fantástica en la que los trataron según el concepto que de los murcianos tienen en tan progresista corporación: unos primos a los que se puede engañar con palabricas, como hicieron siempre los caciques y los señoritos cuando iban los aparceros a contarles sus penas: “Tú no sabes, José, la de pagamentas que tenemos los amos”.

Ahora, los amos siguen teniendo pagamentas, sólo que son de agua y de votos. Así que les han dicho que se vuelvan al bancal y recen, que ellos están muy ocupados sosteniendo a Barreda y que del agua ya hablarán después, José, que ya sabes lo apurados que estamos, José, que es que tú no entiendes de estas cosas de los papeles, José, tú sólo sabes de tomateras y de melones y la política es otra cosa, José, es cosa de los elegidos, que es lo que somos nosotros, José.

Y José se ha venido Murcia contento y con una palmadica en la espalda, y una promesa firme, firmísima de un gobierno que nunca miente más que antes de mentir. Es lo más grande que uno ha visto en mucho tiempo, lo más aclarador sobre algo que siempre me costó trabajo entender: por qué a los naturales de estos surestes se les ha mirado siempre en el resto de España como a unas gentes sin redención.

Y es que los pueblos tienen lo que se suelen merecer, aquello por lo que han luchado. Y los segureños, hombres sufridos y buenos, colonos sencillos y honestos que ocuparon estos reinos huyendo de las miserias y la dureza del norte, creyeron siempre que su lucha era contra la tierra, que era a ella a la que tenían que arrancarle con su trabajo los frutos y los dones. Miraban al cielo y susurraban “pá qué quiés que vaya/ pá ver cuatro espigas arroyás y pegás a la tierra/…pá ver que se embisten de pelás las peñas”, que son algunos de los versos más verdaderos y duros y dolorosos que uno ha leído, y con los que Vicente Medina acertó a describir una antropología, una ética de la desesperanza, un anticipo de su propio exilio forzado, de la injusticia de esta España madrastra para los que más la aman. Nunca pensaron los murcianos que una buena guillotina en su momento les habría dado siglos de crédito y de agua. Pueblos mamones que están en la mente de todos, supieron siempre que en el Estado, como en la vida, hay quien trabaja en silencio y quien constantemente exuda himnos de autoalabanza, rincones que supieron medrar y aparecer como víctimas y regiones que produjeron secularmente mudas e ignoradas la mano de obra para los ricos quejosos. Para los campos de los terratenientes, primero; luego, para las fábricas de las burguesías con ópera.

No hay ninguna otra comunidad en España cuyos regantes, después de un atropello tan atroz como el del Ebro, se presenten en Madrid a pedir agua, les cuenten dos chistes la bruja mala y la mala bruja, y se vuelvan alabándolas, esperanzados en el choteo, felices luego de haber sido saqueados, humillados, engañados con las estampitas electorales.

Ni ha habido quizás nada que defina mejor a esta España “zarapatera y triste” que este escarnio a los humildes, a las gentes que sí sostienen los paisajes y la memoria. La justicia y la ley son hoy marionetas colgadas de los intereses del Gobierno. No hay mayor corrupción. Los que venían a devolvernos la democracia, han decidido quedarse con ella. Rendirla. La nueva izquierda señorita habita hoy en los salones del latifundio. Sólo han faltado los pollos.

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