Estas no son unas elecciones municipales

Estas no son unas elecciones municipales. O lo son tanto como aquellas a las que se aferró la izquierda en 1931 para proclamar la República mientras el Rey salía zumbando para Roma, que en primavera es adorable y no estaba el hombre para prolongar un régimen descompuesto de incompetencia y traiciones.

Pero la Restauración de Cánovas y Sagasta (“Recuerda, Cánovas, que el amor Sagasta”, o algo así, que escribiera el gran Ramón Irigoyen en su poema “Una línea para Cánovas”), tan denostada, aparte de ponernos otra vez en el mapa de Europa e iniciar la industrialización de un país todavía estamental, había durado casi sesenta años antes de caerse a pedazos y borbones, mientras que el zapaterismo, a los tres años, ha convertido en una urgencia su expulsión del poder. Y, si fuera posible, su desaparición en las zanjas de la memez histórica de esta España maldita a la que periódicamente, además de tener que soportar nacionalistas chupasangres, le brotan tontos liberticidas y canallas embusteros hasta el vómito.

En cualquier democracia mínimamente avezada, este muchacho ZP, después de lo que ya sabemos que es capaz de hacer, del grado de filibusterismo político e impostura a que su naturaleza profundamente inmoral le empuja, no obtendría en una cita electoral más que un inmenso batacazo que condujera a los suyos a desterrarlo, en efecto, a la rambla de Vera en la que se ha comprado el chalet a esperar la llegada de las aguas.

Y ha sido él, y la caricatura de malos de tebeo en la que se ha convertido su partido, una agrupación de aduladores dedicados a medrar al amparo de la sonrisa que miente, quienes han querido que estas no sean unas elecciones municipales, sino unos comicios donde la democracia española se juega su ser mismo. Lo que vamos a votar el próximo día 27 es la consolidación o no de un Gobierno que ha hecho de la simulación, la finta a la legalidad, la monopolización de los medios, la compra del parlamento a costa de las concesiones a los nacionalistas hechas con el dinero de todos y el más burdo oscurantismo sobre sus negociaciones y pactos con el terror, las señas de identidad de su trayectoria. Y que, encima, con recochineo, se lanza a una campaña electoral en la que tiene la desvergüenza de presentarse como un gobierno que dice la verdad.

No es ya cinismo, ni hipocresía, es algo mucho más grave: la convicción de que pueden usar a su capricho las leyes, que todo les está permitido para su perpetuación en el poder, que son sus únicos detentadores legítimos –la idea vertebral que constantemente esgrimen para justificarse y que, sin duda, es la que lleva a los nuevos cachorros de nazis rojos a atacar las sedes del PP de modo creciente y alarmante, reeditando lo que ya hicieron en “la noche de los cristales rotos” del 13 de marzo de 2004-, que para ellos el fin justifica los medios, que la impunidad de sus acciones es un modo de resarcimiento histórico, la revancha impostada de quienes disimulan entre alpargatas retóricas sus chalés de lujo. Los fundamentos, en fin, de todas las tiranías.

Una melancolía a medio camino entre la irritación y el sarcasmo es lo que produce un somero repaso a los embustes, triquiñuelas, deslealtades, embelecos, camelos y timos que nos ha obsequiado la zapatera gobernación sólo en los últimos tiempos. Empezando por la que es su obra cumbre: que la ETA no iba a presentarse a las elecciones. Así que un partido de terroristas en Vitoria, está formado por ciudadanos intachables en Baracaldo, pongamos por caso. Pero en el mismo partido. Es que son interterroristas y multibómbicos, plurales en el odio y adaptados a la diversidad de los distintos ayuntamientos de los que obtendrán las perras para mantener a sus asesinos tranquilos y contentos mientras esperan la orden de matar a alguien, dar unas palizas, extorsionar mafiosamente a algunos comerciantes o pintar dianas sobre las fotos de los concejales del PP, de algunos intelectuales, como Savater, y de los socialistas decentes que quedan en el PSE (pocos, cada vez menos), mientras que ya han exonerado al resto del Partido Socialista ante su buena disposición a “un escenario de soluciones para el conflicto”, esa forma de hablar simuladora y postlogse de la que han hecho la izquierda y los separatistas su lugar común.

Y, en fin, mientras De Juana se pasea y prácticamente vive con su novia, y la ETA ha más que contado que era parte de las negociaciones, y que ya sabemos que llevan reuniéndose desde hace seis años (¡hasta veinticinco veces!), y que han seguido haciéndolo depués de decirnos el payo ZP que estaba todo interrumpido tras la bomba de la T-4, todavía los voceros gubernamentales sostienen que es sólo alrededor del hospital por donde sale la criatura. Anda, pijo, “Zapatero invierte”.

Eso sí es auténtico, su definición: invierte la verdad y la convierte en mentira; invierte sus mentiras y las presenta como verdades. Ha conseguido rendir el Estado y que, encima, amenacen con seguir matándonos. Como dice Lope en su soneto Varios efectos del amor: “Creer mentiras y negar verdades/ es Zetapé/ quien lo sufrió, lo sabe./”. No ha hecho un puto kilómetro de carreteras en la Región de Murcia y se refugia en sus “enormes inversiones” en las desaladoras que simbolizan su infamia –de las que tampoco hay frutos, sólo están en el papel-, y en un AVE de segunda, que se ha quedado en polluelo, y que además se quiere llevar a Vera para ir él y los coleguillas solidarios (Marín, López Garrido, Almunia…) a sus casitas playeras (vayan a Vera y verán la verdad sobre el urbanismo de la Junta socialista). Y encima dicen que “haremos más”. El copón.

Estas no son unas elecciones municipales. Es España lo que nos jugamos. La democracia. Nunca fue tan necesario votar contra la mentira. Votar contra ti, Zapatero.

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