Valcárcel, Saura y el Estatuto

Una de las mejores noticias de los últimos días ha sido la recuperación del diálogo entre el presidente Valcárcel y el jefe de la oposición, Pedro Saura. Precisamente porque es un movimiento que va contra la Guerra Civil fría a la que nos está conduciendo Zapatero, contra la reactivación de las dos Españas que ha constituido la estrategia esencial del socialismo en esta legislatura.

Después de años de acusaciones mutuas, ataques personales, insinuaciones que afectaban a las familias y hasta campañas de descrédito de la Región a las que el PSRM se prestó en una estrategia enloquecida que pagó en las urnas, ambos han dado una muestra de generosidad y sentido de Estado que debería marcar la pauta de los próximos años. Creo que son muy conscientes de la inestabilidad que podría afectarnos si continúa adelante la división en naciones inaugurada por los estatutos de Cataluña y Andalucía. Y también saben que si finalmente hubiera un cambio de ciclo económico, nuestra comunidad resultaría muy vulnerable, ahora ya sin ayudas europeas gracias a ZP, ni españolas en caso de seguir en la Moncloa el Gran Hermano Zol.

A ese reinicio de las relaciones institucionales se ha unido el nuevo coordinador de IU, José Antonio Pujante, que parece un hombre templado, con ideas claras sobre asuntos como el Trasvase del Tajo -seguramente por su condición de lorquino-, y del que hay que esperar que se aleje de la línea de izquierda ‘reazzionaria’ que tanto está contribuyendo a deshacer España.

Porque es a eso a lo que nos enfrentamos. Y para evitarlo, en la medida de nuestras posibilidades, es para lo que las coincidencias fundamentales han de quedar establecidas y asumidas por todas las fuerzas políticas de una región que, sin España, no es nada. Ello no significa, en absoluto, que no haya oposición. Al contrario, sin ella no hay democracia, que es lo que ha perseguido ZP todos estos años: aislar –el “cordón sanitario” formulado por los payasos zapateriles- al Partido Popular y anular cualquier posibilidad de alternancia. Significa que tanto el Gobierno como la oposición, en un sistema democrático, han de realizar su trabajo respetando los límites pactados y sabiendo que sólo pueden cambiarse desde el mutuo acuerdo. La democracia o es un gran acuerdo o no es. Y la alternancia lo es para mejorar la aplicación de esos acuerdos, no para destruirlos, ni siquiera con una sonrisa. En nuestro caso, aunque al principio fuimos algo así como una comunidad sobrevenida que no interesaba ni a los habitantes de la vieja provincia, nuestro pacto se llama Estatuto de Autonomía. Y lo primero que hay que plantearse es por qué hay que cambiarlo.

Nada sería más explícito de nuestra falta de autonomía –que personalmente entiendo no como carencia de soberanía, sino como falta de ideas para intervenir en la España que somos- que lanzarnos a la locura estatutaria que sólo ha servido para ahondar las zanjas entre españoles, y que es exactamente la que ha llevado a claúsulas en otros estatutos que nos condenan a la soledad. Pero si el famoso Estatut –si escribo Estatuto me casca el Josep Lluis-, impulsado desde la Moncloa, es finalmente refrendado por un Tribunal Constitucional al que el Gobierno está intentando someter, entonces nos encontraremos ante un gravísimo dilema: sumarnos a la división de España incorporando los principios soberanistas y las exigencias ventajistas que contiene la ley catalana para no quedarnos en situación de desigualdad legal, con lo que estaremos aceptando la España confederal que ha de ser nuestro fin; o negarnos, intentando salvar la España de todos, pero asumiendo entonces la injusticia de los privilegios vascos y catalanes de los que el socialismo que se dice igualitario es el principal garante, lo que confirmaría nuestra condición de mera colonia de las caixas, las kutxas y los grandes poderes de la energía española en manos del capitalismo vasco-catalán.

Lo que no hay es solución intermedia: esa de “reformo, pero dentro de la Constitución”, con la que el Partido Popular ha caído en las redes zapateras y en su propia inercia de disgregación taifa, de la que ya está empezando a recoger los frutos navarros, valencianos y baleáricos. Hay que reformar lo que se puede mejorar, pero nunca cuando responde a un interés bastardo.

¿Qué ganaríamos? ¿Creen que nos dejarían asegurar el Trasvase Tajo-Segura desde un estatuto de parte, cuando estamos reclamando que no se intervenga desde la otra, o que podríamos incluir el derecho al Ebro? ¿Podemos exigir una financiación específica? Si con Andalucía, según la izquierda hay contraída una deuda histórica, ¿no la hay con mi tierra, con Caravaca y Moratalla, tan andaluzas, y a las que en los últimos presupuestos del Estado no va ni un euro? ¿Dónde están las reclamaciones de la izquierda regional al “extensor de derechos”, que parece un músculo?

Y, además, un estatuto es un marco democrático, y no tiene sentido que en él se tenga que incluir el número de autovías o los trenes que tanto necesitamos. Entonces, ¿para qué? ¿Para que nos dejen disolver la Asamblea, que es prácticamente toda la mejora que obtendríamos? ¿Para dividirnos interiormente en provincias, lo que no resolverá, sino al contrario, nuestra problemática ‘identidad’?

Las regiones pequeñas tienen que buscar su sitio con imaginación y valentía. Nada más atrevido, ahora mismo, que rehacer el espíritu de acuerdos de la Transición que ZP se está cargando. La Región de Murcia puede –y debe, por su bien- encabezar una corriente de comunidades pequeñas a favor de los pactos entre todos, de la financiación común que sirva para redistribuir la riqueza, de los ‘aves’ iguales para todas las comunidades, de las leyes que nos permitan y estimulen a vivir juntos y no a potenciar a tontos con malafolla como José Luis.(Y es que los dos se llaman José Luis, joder.)

Todo esto, claro, si echamos a Rodríguez. Si no, a reformar. A exigir soberanía, cortar los oleoductos a cambio del agua y hacer ‘referendums’ de autodeterminacioncica. Nadie es más que nadie. Total, esto de Zetapaña se va sin remedio a tomar por saco. Ya que nos vamos a hundir, que sea con honra.

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