Buscando a Cronwell

Vuelve Madrid a su plenitud de Corte. En las callejas reinan los embozados prestos a acuchillarse. Los aceros compromisarios se forjan en los mentideros y se compran en las tabernas, mientras el Valido y sus secretarios, desde el Alcázar de Moncloa, esperan para enterrar los restos de los que fueron sus adversarios, ahogados en la sangre de su discordia interior. Los ven morir y aún aprietan para rematarlos, entre risotadas del Inquisidor Blanco y sus monjas destocadas. Las gacetas a sueldo de reptiles y juegos de pelota sirven para aventar las heridas de aquellos que hasta ayer se le opusieron, y no se mueve en Madrid una pluma sin que lo sepa el Valido.

Entretanto, el Rey caza, y sus ministros, burlones, se preparan para alimentar al populacho con autos de fe en los que se quemará a algunos obispos transmutados en herejes, mientras se pacta con los abades de Montserrat y Loyola una pax cristianísima, un intercambio de feudos. Catalunya podrá aplastar castellanos y Vasconia hacerse con Navarra, una legitimación histórica, al fin el Reino que nunca fueron, para reescribir la Historia. La Monarquía se arruina, el Rey corteja, el Valido se ríe y el pueblo calla. España ya no existe y es eterna, unos Tercios hambrientos, una Castilla exhausta de nobles corrompidos y lanares.

A espada abierta la oposición busca a su Cromwell. Casi en desbandada, azuzados por un Valido que busca su escisión para garantizarse veinte años de poder absoluto, la oposición busca a su Cronwell. Una cabeza noble y arriscada que sepa salir del cerco a que los van a someter sin inclinarse, pero que también sea capaz de conmover y de arrastrar. Porque el Valido es demasiado astuto y cada día añade voluntades a sus redes. No importa que los barcos del Rey hasta paguen rescates a los piratas en vez de cañonearlos. Ni que se persiga expulsar la lengua de todos de los reinos de Su Majestad. Ni que se hayan cerrado los canales y el agua salvo para aquellos que adulan al tirano. No importa que el Valido haya mentido cada día de su indigna gobernación, que haya negociado con los bárbaros a espaldas de su pueblo ni que hoy los virreyes se subleven para exigir, por ello, su parte del botín.

Nadie es aquí un caudillo si no engaña, si no pervierte la Ley, si no la chulea como un majo en la plaza. España es caprichosa y adora al arbitrario. No exaltamos ‘las caenas’ por sí mismas, sino porque es una afirmación extrema de nuestra voluntad chulesca, del capricho que nos lleva a ser esclavos estrictamente porque nos sale de los cojones. El español odia la la Ley y aclama a quien gobierna sin ella. Está con Dios o contra Dios. No son razones las que nos dirigieron casi nunca, sino adhesiones, idolatría de un pueblo que ansía dividirse para agarrar la estaca contra su vecino. Contados fueron los grandes gobernantes, los que tuvieron otra idea de España, los que intentaron que aceptáramos para siempre la Roma que éramos. La ley, la justicia, la razón. A esos los odiamos más. Asesinamos a Cánovas y Prim, asustamos a Amadeo, hicimos de Azaña un florón derrotado por todos, conspiramos contra Suárez, nos amotinamos contra Carlos III y aclamamos al bandido de Fernando VII y a su risueña reencarnación.

Lo que hace a España distinta de casi todo el resto del mundo (quizás sólo Rusia pueda comparársenos, epopeya y hambre, crimen y redención) es su brutal sentimiento de culpa por serlo, por ser España. Su necesidad de autocastigo, de expiación por unos pecados históricos que únicamente una inmensa ignorancia sobre nosotros mismos, la frustración por lo que perdimos, la melancolía de no haber aceptado nuestra grandeza y nuestro fracaso pueden explicar. Lo paradójico, y lo mortal para todos, es que quienes con más furia reniegan de España son los que manifiestan con más intensidad esa nostalgia de lo que fuimos, esa inaceptación tan específicamente española, ese anclaje en un pasado que no han conseguido reconocer y superar.

Ese complejo es el que les lleva al denuesto radical contra un pueblo de campesinos hidalgos y católicos que conquistó el mundo, contra el Imperio que construimos y dejanos hundirse, y contra los posteriores intentos de una nación constitucional y liberal que hoy creíamos haber conseguido, pero que también se empeñan en deshacer. Seguimos en el 98. Ahí es donde se encuentran los nacionalistas, que creen eximirse de sus culpas negando hasta su ser mismo como los españoles que siempre fueron; y una izquierda que necesita calificar de mal execrable todo cuanto hicimos antes de que ellos (que son los de siempre, travestidos de anticapitalistas con rolex) nos dirigieran.

Siguen vendiendo que Felipe IV reina en España y que, al fin, ha llegado el Mesías de León a salvarnos de nosotros mismos, a liquidar esta maquinaria opresiva que se hizo para vivir juntos e iguales. Y un pueblo habituado a la Providencia vuelve a esperar que el Cielo se abra y manen ríos de miel porque ZP ha venido. Él es El Otro.

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