La burbuja del arte: de Madoff a Barceló

Pierdan toda esperanza: voy a hablar de la crisis. Aunque no exactamente de los excesos y la incompetencia que nos han traído hasta aquí, sino de su representación, de su metáfora, que es siempre el modo en que mejor entendemos las cosas que el poder nos presenta oscuras y lejanas para poder estafarnos mejor. Y es que de estafas hablamos, de la inmensa soplapollez que, bajo múltiples etiquetas falsamente vanguardistas, se apoderó del arte durante el último tercio del siglo XX, hasta convertir en humo embotellado, en mierda de artista enlatada (literal), lo que había comenzado con el siglo como una apuesta radical, una búsqueda apasionada por encontrar lenguaje y respuestas a la crisis del hombre moderno, a su vaciamiento moral, a su desnuda desesperación.

Una parva de timadores muy listos (la burla que les dedica Woody Allen en “Granujas de medio pelo” es desternillante), cuyo egregio antecedente es el gran Dalí, “ávida dollar”, descubrió que existía “un amplio segmento de mercado” de nuevos ricos y viejos capullos, abotargados de pasta, dispuestos a colocarla en cualquier cosa que un comisario avisado les ofreciera bajo la especie de su valor simbólico, “de su dimensión icónica de la fugacidad o la trasmaterialidad de la materia” (aprendan a hablar así y harán carrera), y, sobre todo, de su segura revalorización psicodélica y hasta psicotrópica.

Y, por supuesto, de una «reserva federal» de instituciones de todo tipo, acabando en las principescas autonomías españolas, que iban a reventar el mercado con su facilidad para usar el dinero público en satisfacer los caprichos de los jerarcas de turno. Los políticos se dieron cuenta de que el artisteo era una auténtica mina en potencia de aduladores y propagandistas, y decidieron comprarlos, con lo que no sólo destruyeron a los buenos sino que produjeron una flora de parásitos sin parangón en la Historia.

El esnobismo y la extravagancia, la fatuidad y el exhibicionismoa de lo no que valía sino lo que costaba, fuera lo que fuera, se apoderaron del mundo, y las viejas y nobles artes plásticas dejaron prácticamente de serlo para convertirse en instalaciones, performancias, gestos, ‘bodys’ y pantallitas, muchas pantallitas, todo adobado siempre por textos teóricos sin los cuales el rey se quedaba desnudo, es decir, que una mierda sin su texto teórico al lado no conseguía pasar de ser una mierda. Nunca el arte había necesitado tanto del auxilio de la escritura, lógicamente, para explicar su inanidad y justificar su precio.

Y la burbuja creció y creció, en manos de los Madoff del arte, los magos piramidales que con sus discursos reticentes y, en apariencia, selectos y despreciativos con quienes no estuvieran a su altura, consiguieron engañar a todos los pagados de sí mismos que quisieron entrar en el selecto club de los animales en formol, las obras de Damien Hirst por las que ha cobrado miles de millones de pesetas y que constituyen la culminación de ese monumento a la estupidez que hoy ha estallado en las cajas de seguridad de los bancos caimanes y en el hundimiento de las cuentas públicas.

Lo que algunos sentimos es que la oleada se haya llevado por delante también a algunos artistas que comenzaron con las manos llenas de buena pintura, y han acabado con ellas llenas de dinero, sí, pero también de vergüenza. El gran fracaso del arte de nuestros días no son sólo los instaladores y sus comisarios, sino aquellos artistas que como Barceló han vendido hasta su cabeza. Y un artista, como un nuevo Alcalde de Zalamea, debe vender sus obras, pero nunca su corazón, “que es patrimonio del alma”, etc.

La cúpula de Barceló en Ginebra es, además de discutible, un modelo de todo lo que un artista no debe hacer: no debe venderse a un majadero como Moratinos, no debe cobrar de fondos destinados a los que pasan hambre de verdad, no debe convertirse en servil propagandista político de ningún ZP, y no debe pretender, en absoluto, competir con cosas que se quedan muy lejos de las limitadas fuerzas de un arte moderno que debiera ser siempre, y ante todo, humilde. Más de tres mil millones de pesetas por un año de churretones es siempre, y hoy más, una indecencia.

Pero el gran yerro de Barceló es, sin duda, su intervención en la ya famosa capilla de la catedral de Palma de Mallorca. Ahí es donde ha caído en el pastiche, ha querido acercarse sin fe al mundo medieval y sus alegorías, y se ha estrellado. Su capilla es, en el fondo, otro gran churretón, mejor que el de la ONU, pero igualmente postizo. Se aprecia el denodado esfuerzo por estar a la altura, lo que hace más patético su resultado: un manierismo histérico, una acumulación de materia carente del simbolismo y la emoción, de la armonía y la gracia que la sencillez y la inocencia del arte medieval nos comunican sin pretenderlo. Porque no están sirviendo ni al arte ni al artista, sino a lo que quieren contarnos. Es el relato frente al no relato.

Sin embargo, a ese no relato, tan arriesgado por demás, del arte moderno se le puede servir desde posiciones mucho más honestas que las de este último Barceló, desbordado por su soberbia y por la progresía aduladora que le ha llegado a comparar con Miguel Ángel, lo que ha terminado de hundirlo. Por eso me parece de valor doble lo que Ángel Haro, de modo bien distinto a Barceló, ha hecho en el Museo de Bellas Artes de Murcia. Vayan y vean, todavía, sus cuadros –expresionismo abstracto, para quienes gusten de las etiquetas, pintura desnuda para los demás- dispuestos entre los maravillosos retratos, por ejemplo, de Rafael Tegeo, o las obras de temática religiosa o los paisajes.

Han estado allí durante dos meses sin pretensiones de entrar en una competición entre lo clásico y lo moderno (lo verdaderamente moderno), sin afán de superar o abrumar o demostrar nada. No quieren el escándalo, sino que, al contrario, son respetuosas y humildes -porque admiten las limitaciones de todo intento de expresar el mundo-, pero no modosas ni falsamente modestas, porque se saben fruto del trabajo, el riesgo y el amor a la pintura. No desmerecen porque no persiguen merecer.

Ojalá que el tiempo ponga también a la burbuja del arte neo-pijo-moderno en su lugar. Y que nos queden los artistas limpios que buscaron un lenguaje capaz de transmitir si no ya el mundo, al menos la emoción del mundo. Artistas que sabían que después de Velázquez volver a meter la vida en un cuadro es un intento seguramente condenado al fracaso. Pero que es en esa lucha en la que el arte halla su razón de ser. Y la nuestra.

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