Un mundo feliz

Supongamos que no sabemos lo que es un ser humano. Supongamos que las hembras humanas sólo producen bichos, sobre todo si están fecundadas por nosotros y no, como en la pesadilla feminista (pesadilla para los machos a extinguir), por una nueva especie de hembras partenogenéticas. Supongamos que nadie sabe cuándo el bicho es ‘viable’ y se hace humano, pues antes era en la mili y ahora cada vez se retrasa más la edad. Supongamos que hay que reinaugurarlo todo y volver a escribir el Génesis y el Popol-Vuh, y regresar a los árboles, y volver a bajarnos, pero con lápiz, apuntando el momento exacto en que nos hicimos humanos a ver si reconocemos cómo y por qué. Supongamos que hay que deshacer cientos de miles de años o, al menos, desde que los malvados griegos nos hicieron creer que ser humano era creer en el ser humano, en su dignidad esencial, en su derecho a ser. Supongamos que sólo se sea humano según lo que se vote. Supongamos que el resto sean perros.

Supongamos que todo eso hay que hacerlo, y que esta locura expiatoria por la que toda la civilización (es decir, la idea emancipadora del hombre) se considera un esfuerzo baldío, es el camino de un renacer sin dolor en el que el ser humano viable alcanzará la perfección, una existencia sin aristas, sin responsabilidad, muelle y dulce, gracias al Estado. Los inviables (niños down, por ejemplo) ya habrán sido eliminados. El hombre nuevo al fin, el sueño de la vida sumisa y plena sobre el que los nazis y los comunistas en el siglo XX, y su heredero, el islamismo, hicieron y hacen girar sus monstruosas utopías.

Más allá de toda controversia, lo totalitario consiste exactamente en eso: en que sea el Estado el que nos diga cuándo somos humanos, cuándo podemos o no enterarnos de lo que hacen nuestros hijos, cuándo debemos hacer de padres y cuándo estorbamos. La patria potestad es hoy una potestad sin patria, un simulacro tolerado en tanto no ‘interfiera’ con ese proyecto de vida delegada y feliz que creíamos extinto tras el Muro de Berlín, pero que ha vuelto con el efecto de una bomba de racimo.

No creo que haya ocurrido nada más grave en los últimos años que las palabras de este presidente del Gobierno acerca de las interferencias de los padres en la conducta de sus hijos. La sola propuesta revela la naturaleza totalitaria del personaje -y de quienes le siguen y corean- de una forma que ya nadie podrá negar. Atribuirle al Estado (o sea, a él, imperator de un partido entregado del que no quedará más que vergüenza a su marcha, si es que alguien consigue echarlo) el poder de decidir las relaciones entre hijos y padres, aquello para lo que son menores y aquello para lo que no, es un acto de la más característica estirpe totalitaria: arrebatar a los hijos del seno de las familias para convertirlos en criaturas del Estado. Yo, el Estado, os confiero el poder de abortar sin que os veáis interferidas por unos padres que a lo peor intentarían convenceros de no hacerlo. Pero ningún padre puede hacer que su hija embarazada tenga un niño si ella no quiere. Y ya ninguna hija lo dirá en su casa para no ‘dar el disgusto’. Mejor la ignorancia. Es por el bien de todos. Como ha dicho Pajín, qué gran Morgana, el aborto es la garantía de una vida sexual feliz. Y la muerte, la culminación de una vida sana, añadiremos nosotros.

Lo próximo será que las hijas denuncien a los padres por no dejarlas abortar, pongamos por caso. O por registrarles la mesilla para ver si hay restos de coca. O por no dejarlas follar en su habitación faltando el respeto a su intimidad. La delación ha sido siempre una de las grandes armas totalitarias. A los niños alemanes se les educaba para ser hijos del Führer y no de sus padres. En las patrias socialistas no sólo te vigilaban los espías del gobierno (en todos los edificios y comunas había al menos uno, sigue habiéndolo en Cuba) sino los propios hijos, adoctrinados para advertir cualquier disidencia o comentario sospechoso de ir contra el Estado. En la China comunista, durante la Revolución Cultural, hubo jóvenes guardias rojos que participaron en el asesinato de sus padres.

No es casual, porque la familia es un reducto reaccionario, transmisor de esterotipos y ‘roles’, usurpador de la única soberanía legítima que es la del Partido, a ser posible Único. Mao es el camino. La familia es una institución sensiblera y desequilibrada sin cabida en el mundo perfecto que la nueva utopía de derechos sin obligaciones construye para nosotros. Entonces los hijos vendrán sin dolor en incubadoras de precisión, los criará y programará el Estado y no habrá interferencias. La Nueva Humanidad incubada sí será humana. Lean a Huxley, que ya nos lo dijo.

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