El Caravaca C.F.

Si el fútbol da la medida del bienestar y el progreso de una ciudad, y así fue siempre, el reciente ascenso del Caravaca a 2ª B supone el verdadero final de un siglo XX que nos desangró. Caravaca tenía en 1900 los mismos habitantes que un siglo después. Ya la creación de las provincias y la desaparición de la Encomienda de Santiago, que nos separaron administrativamente de nuestra región natural y de aquellos con los que habíamos compartido gobernación (Santiago de la Espada, Topares y María, las comarcas del sur de la actual provincia de Albacete, el Noreste de la de Granada), iniciaron una postergación que nos llevó desde los años treinta del pasado siglo a una fortísima e imparable emigración, dirigida a zonas muy diversas, desde la Argentina hasta Francia, Suiza o Alemania, en los años sesenta, pero sobre todo a esas Barcelonas, como decimos allí, Mallorca, Elche, Benidorm, Valencia… No hay prácticamente familia caravaqueña que no tenga algunos o muchos de sus miembros asentados en esa Cataluña para la que se dejaron la piel y que hoy les paga expulsando su lengua de la vida oficial, prohibiéndola en la enseñanza, ofendiendo los símbolos españoles, adoctrinándolos para que renuncien a su memoria y se asimilen al nuevo dios nacional-socialista de la Catalunya gran.

La envidia y el rencor son los motores de la Historia, y de las frustraciones nacionales -Cataluña es el relato de una grandeza que nunca fue- salen siempre los sueños totalitarios.

Los caravaqueños de mi tiempo sabíamos que nuestro destino era marcharnos. Trabajadores o estudiantes crecíamos asumiendo sin conflicto ese hecho irremediable. Era una segunda naturaleza, algo que se agitaba en nuestros corazones, una esperanza indefinida en lo que la vida pudiera depararnos. Siendo una tierra que deja tanta marca, un amor que nos acompaña para siempre, que nos hace ser caravaqueños hasta en el infierno, también otorga –o así lo hizo con nosotros- una vocación de universalidad, una curiosidad que acaso se refuerza con la firmeza de unas raíces tan nítidas.

Como en Vargas Llosa siempre está Lima; en Borges, Buenos Aires; o en Woody Allen, Manhattan, siempre he creído que la gente más universal es muy patriota, ama profundamente a su tierra, pero no es nada nacionalista, es decir, no sólo no desprecia al otro, sino que anhela conocer, viajar y vivir entre otros.

Algo de eso hubo para que mi vocación de futbolista –lo que más me gustaba en el mundo, además de leer- no llegara siquiera a intento. Entonces era el Igor el que entrenaba a los juveniles del Caravaca. Creo que no fui más de tres o cuatro mañanas del año en que hacía sexto de bachiller (15 años), pues en mi cabeza ya anidaba la idea de marcharme. Había que estar a las siete de la mañana en el campo de Villapatos –el nombre que nunca debió perder-, entrenar, ducharse y salir a pajaera abierta (en Caravaca decimos ‘pajaera’, mantenemos el recuerdo de su origen: “pajarera”) para llegar al Colegio Cervantes, que es donde treinta generaciones de caravaqueños estudiamos el bachillerato. Era un esfuerzo inútil, y de hecho al año siguiente me iría al País Vasco a estudiar COU, a la Universidad Laboral de Éibar, la mejor institución en la que estudié nunca y que luego el nacionalismo dejó en nada. Ya no paré de moverme durante veinte años.

Pero el fútbol fue ya siempre blanco para mí. El fútbol sigue siendo la mano de mi padre llevándome a la grada de Villapatos. Y a la del Bernabéu. El fútbol es una secuencia en la que Gento pasa como una bala delante del Caraco, del Sánchez, del Gusano, del Mista (tío del actual), del Pancho, del Papiruso, del Garci, del Capito, del Castaño, de tantos otros que formaron un equipo espléndido y que, con las oportunidades de hoy, habrían llegado a mucho más de lo que entonces estaba limitado a ser exclusivamente local.

El Papi y el Sánchez habían jugado fuera –del Papi se decía que en el Atlético de Madrid, siempre en medio de esa aura de leyenda con que los críos lo recibimos todo- y en sus últimos años daban lecciones de clase, de toque, a los zagales que asistíamos al campo los domingos.

También llegué a ver a Emilio, que había jugado en primera con el Elche y del que se recordaba un partido primoroso que había hecho ante el Madrid. Emilio se llamaba así por su tío, Emilio el de la Lonja, casado con Manolita, una pareja sin hijos de las más entrañables y cariñosas que recuerdo. Y me estalla lamemoria.

Y luego estaba el Molowny, nuestro juligan, el arma secreta, el gladiador psicológico que se colocaba detrás del portero enemigo hasta volverlo loco. Y al árbitro. Él solo. No había dios que lo aguantara, claro, así que todos salíamos cargando en cuanto llegaba. Una sola vez me fui cerca de él para oírlo, y no es que yo haya sido demasiado melindroso nunca, pero aquello era el copón, un máster del insulto español. Incansable, tenaz, hacía presa y ya no la soltaba. Y sin embargo, el Molowny, así llamado por ser el dueño de un bar de nombre “Peña Molowny”, el gran Mangas del Madrid glorioso, se transformaba en cuanto salía del campo y volvía a ser el hostelero amable y discreto de uno de los locales esenciales de las estaciones caravaqueñas, que así se llamaban allí las tabernas, con sus espléndidas patatas al taribé, sus caracoles, su ternera. Hoy los juligan ya no alcanzan la grandeza de «Doctor Jekyll y Míster Hide» de nuestro Molowny.

Por todos ellos, por mi padre con veinte años corriendo desde Cehegín, perseguido por los aficionados culiverdes después de haber arbitrado un partido entre el Cehegín y el Caravaca, por nuestra gente emigrada, por los que añoramos cada día nuestra luz, nuestras calles empinadas, por la memoria de los que se fueron, por ese Año Santo del que depende tanto de nuestro futuro: ¡Viva el Caravaca! y que nuestra Santísima Cruz nos lo mantenga muchos años.

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