El más grande (¡Hala Madrid!)

El fútbol es la infancia que perdimos. Por eso es más grande que la vida, porque es la única vida en plenitud que hemos conocido, la única perfecta, completa. El fútbol es la memoria de aquel paraíso donde sólo importaba el balón, el juego en el que alguna vez fuimos ángeles, aquel pase, aquel remate de cabeza, la gloria de una finta. Me desplomé el pasado miércoles cuando un joven croata nos dejaba otra vez sin Copa de Europa, nuestra copa. Hacía muchos años que no sentía un dolor casi físico, tan limpio y tan intenso, tan infantil, tan puro. No era el dolor adulto, inaplacable, que el deambular de los años nos ha ido infligiendo con la muerte de los que amábamos o la conciencia de nuestro acabamiento, ese dolor que se extiende y te acompaña para siempre y al que llamamos congoja.

Era aquel dolor de niño, un dolor definido, del aprendizaje del azar y la mala suerte, el dolor que marea durante días con la imagen de ese gol de Higuaín que pudo ser y no fue, y que lo habría cambiado todo. De niño vives y aprendes ese dolor intransitivo entonces, pero cuya superación es lo único que te permitirá resistir cuando ya la vida no sea otra cosa que la supervivencia y el recuerdo. El fútbol es más grande que la vida, porque con él aprendemos a soportarla.

Y si alguien nos ha enseñado a caer y levantarnos, a luchar siempre, a embestirle a la existencia como una carga de búfalos furiosos, es el Madrid. Somos del Madrid porque no nos sale de los cojones rendirnos y porque cuando el Madrid juega nunca se sabe el final. No hay ningún equipo en el mundo que emocione como lo hace el Madrid, que ataque, cerque, barra o se hunda con la intensidad, la magia, la generosidad y el ahínco con que lo hace el Madrid. Por eso es el más grande, porque jugará más o menos lindo, pero siempre al límite, siempre con grandeza, en la victoria y en la derrota. Si hay un equipo que encarne la épica, el riesgo, la aventura, lo inesperado, lo genial, es el Madrid. El Madrid sí que es mucho más que un club, porque es un mito, y esa categoría sólo se adquiere jugando de una manera que representa no un modo de jugar, sino de vivir, de plantarse ante el mundo. Como un torero grande paseando muy lento sus ingles ante el toro.

En el fútbol, como en los toros, como en el arte, es muy fácil caer en el amaneramiento. Hay estilos que conducen a él sin remedio, tanto aquellos que hacen exhibición de feísmo o de falsas vanguardias, de un valor impostado, como aquellos que hacen de lo bonito, de la ‘bonitura’ su fin y su seña. La belleza es otra cosa, sale del vientre, raja en la garganta, en el verso, en el color, en la velocidad con que sale disparada hacia su meta. La belleza es inexplicable e imprevisible, no se puede planificar ni someter a sistemas.

Por eso en el Madrid nunca han triunfado los entrenadores, los sargentos de hierro, los ‘estudiosos’ que intentan siempre suplantar al individuo, segar lo imprevisible para aferrarse a una maquinaria prefijada por un planificador. Es lo que las sociedades occidentales han hecho con la enseñanza hasta matarla. El mismo fenómeno que ha llenado las empresas de controladores, pedagosos, psicólogos, ‘expertos’ en mercados o en organización que sólo saben rellenar papeles y obligar a los demás a perder su tiempo en rellenarlos, en lugar de a imaginar mejores productos.

Soy del Madrid, porque detesto a los tecnócratas. Y en el Madrid sus grandes entrenadores siempre fueron ‘gentes de la casa’ que se sabían herederos de ese espíritu antitecnocrático: Miguel Muñoz y su flor, el gran Molowny, Vicente Del Bosque. Los tres dejaban jugar, respetaban el genio por encima de la disciplina táctica, confiaban más en el hombre que en los sistemas, sabían que el fútbol es un juego más hermoso cuanto menos esclavo.

Por el contrario, los equipos amanerados me aburren, ya pueden meter ochocientos a cero, me aburren más. Lo que me conmueve, lo que me vuelve niño otra vez es el rayo que sale de la rabia, la tenacidad del cazador, el genio excesivo que arrastra y levanta el corazón hacia aquella pureza que alguna vez fuimos. El arte es siempre un regreso al paraíso o no es. En el Barcelona hubo grandeza, imprevisión, genio, mientras tuvo en su cúspide a un jugador del Madrid, a Samuel Eto’o, que era quien le daba eso que no tuvo nunca: la convicción, la explosión de color de un ‘fauve’ capaz de enardecer a un equipo de plácidos paisajistas de aguamarinas, la radicalidad épica del Madrid.

Y por eso ahora me aburre todavía más. No es una cuestión de ‘calidad’, que es mensurable. Es una cuestión de eso que no se puede medir y que jamás tendrán. A cambio, nosotros tenemos a Cristiano que es la quintaesencia del fútbol que amamos, la reencarnación de Di Stéfano, de Amancio, de Pirri, de Juanito, de Stielike, de Camacho, de Hierro, de Raúl… Hemos perdido, sí, pero ya nos estamos levantando. Por eso, en nuestro corazón sólo hay un grito: ¡Hala Madrid! Hoy más que nunca.

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