La segunda derrota de la Armada Invencible

Íbamos a fascinar al mundo. Otra vez la España carcomida de deudas, de hidalgos hipotecados y lazarillos en paro, la de los nuevos señores en sus carrozas audi municipales y tintadas, volvía a creerse la dueña de los mares simbólicos. Cuatrocientos años de derrotas serían, al fin, vengados, y nuestros once estilistas rojos, convertidos en ídolos contra la tristeza, pasearían sus naves victoriosas por los estadios del edén. España fatal y siempre ignorante de la fatalidad. España de los milagros, de la Providencia, convencida de nuevo de que los cielos del tiqui-taca la protegerían, que su solo nombre pondría en fuga a los ingleses, que ayer eran suizos. Pero sigue habiendo elementos. Y nosotros nunca los tuvimos en cuenta.

Y en el fútbol, como en la vida, existen los jueces injustos. Y existen la desgracia, la mala suerte, el fatum que acompaña sobre todo a quienes no creen en ellos mismos, a quienes han perdido el deseo y la fe. Sin rabia, sin el río hondo de los desesperados, de los hambrientos de triunfo no se pueden derribar murallas. El año pasado un zagal de Albacete llevó al Barcelona a una final que no mereció. Pero él sí. El Madrid ha dado mil lecciones de cómo el coraje y la ira de los que persiguen la ventura llevan al triunfo. Cuando fuimos humildes, cuando fuimos nosotros, reinamos en Europa.

Ahora, España casi entera ha alimentado en estos muchachos un sueño errado de predestinación victoriosa. Nos ha derrotado la euforia de un país ciclotímico y sin autoestima, necesitado de compensaciones, de algún éxito con el que tapar la cara del lagarto que nos ha llevado a la catástrofe. Hundidos y avergonzados ante el mundo, convertidos de nuevo en la España austracista de los reinos y las ruinas, pusimos sobre ellos una interesada y gigantesca campaña de exaltación publicitaria, ansia y estupidez que hemos debido soportar durante meses. Y las piernas les temblaban. La famosa maldición de los cuartos no era más que ese tembleque, la angustia ante la Historia. Le pasó al Madrid frente al Lyon, al Barcelona ante el Inter. Los dos recibieron lecciones sobre el orden, el tesón, la lucha, la resistencia, los siete samurais capaces de destruir a un ejército.

En nuestra soberbia, en el empalagoso despliegue que hemos realizado, no hemos querido ver que algunos de nuestros gladiadores estaban quemados. Lesionados y fuera de forma Iniesta, Torres y Cesc (como Senna, que fuera esencial en Austria), desatinado Villa, al que el torpe Emery ha sometido a un desgaste brutal, sin un lateral izquierdo afilado, con Casillas bajo sospecha alimentada desde el barcelonismo, sin la magia jonda de Güiza, ahora los esperamos para decapitarlos si regresan vencidos. España es un Caín dipolar a estacazos siempre consigo misma.

Y si los equipos son el reflejo de los pueblos a los que representan, nosotros sólo somos una nación bajo sospecha, jirones sin voluntad de vivir juntos, de jugar juntos, más allá incluso de la decisión de los muchachos que nos representan. En las regiones separatistas, el miércoles por la noche se derramaba el cava. Los sentimientos contra España alzaban las copas y los corazones festejaban el fiasco. “Espanya fa el ridícul”, titulaba a toda pantalla el principal medio web catalanista. Los comentarios se descojonaban de la que llaman la “maría coja”, en vez de la marea roja, o simplemente “la Coja”. En un encuesta en el mismo medio, casi el 80% no quiere que España gane el mundial. El Ayuntamiento de Barcelona había negado horas antes que una pantalla gigante retransmitiera los partidos de España “por razones paisajísticas”. Ni siquiera llamándola La Roja les parece que algo que huela a español sea otra cosa que suciedad en su paisaje. ¿Saben acaso nuestros jugadores a qué nación representan? Aunque quieran sinceramente, toda su sangre conoce que los equipos nacionales aquí son otros.

Además de haber mandado a retransmitir los partidos al locutor más tonto de España, J.J. Santos, creo que el equipo ha caído en un cierto amaneramiento. En arte se le llama manierismo. Una fórmula repetida que va quedándose en cáscara, que se mecaniza, que ya no responde a una convicción sino a una costumbre. Hemos vuelto a la maldición de los delanteros sin instinto, en la paradoja de un país de ‘matadores’. Con Aragonés éramos espadas, el arte del contrataque velocísimo, como el que Torres le clavó a a Alemania, la escuela del Atleti, unido al toque, nos hacían imprevisibles, imparables. Hoy es todo mucho más difícil, porque nos esperan.

Como español, no puedo sustraerme a la herencia de los presagios negros. Aun así, en las horas aciagas hay que estar con los nuestros. Con Del Bosque y con el equipo. Si hay que morir, hagámoslo como hemos vivido, como hemos jugado. Ojalá se equivoquen los augurios, y regresen la fortuna y el fuego, pero si pasamos nos espera Brasil. Y el fantasma de Cardeñosa sólo dejará de ser un alma en pena, como esta España ‘zarapatera’ y triste, si una victoria le devuelve la paz a él, y a nosotros la Historia.

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