Cristiano y Mourinho en el país de los envidiosos

Si hubo un español, fue Lope. En él se encuentra cuanto fuimos mientras fuimos algo. Y en la plenitud de su triunfo, aclamado, querido y amado, cuentan que la envidia lo devoraba. Quiso ser reconocido y admitido entre los poderosos, entre los dueños de la sangre, entre los cortesanos, los aristócratas, los alzados a la condición de semidioses bajo el sol de la Monarquía, y nunca lo consiguió. Era envidiado y envidioso, todo lo contrario de lo que nos había recomendado Fray Luis (“…ni envidiado ni envidioso”) algunos años antes, él, al que la “envidia y mentira” lo enviaron a la cárcel. Lope creyó que el mérito le llevaría hasta los Grandes, y los grandes en España siempre miran al mérito como a una cucaracha: es la cooptación, la pertenencia y el apoyo del clan lo que conduce en España al palacio cerrado de los elegidos.

En “El español y los siete pecados capitales”, Fernando Díaz-Plaja -el hermano festivo y pícaro de del ilustre don Guillermo, que tanta literatura nos enseñó en sus libros rigurosos y claros- insistía en la envidia como el gran pecado capital de los españoles. Tan cierto que, desde hace doscientos años, millones de españoles, los nacionalistas de las patrias de juguete, sólo sueñan con el día en que se hunda España aunque los arrastre con ella.

Cada fracaso, cada gatillazo histórico, tantos ya, cada derrota, cada humillación de nuestros símbolos es celebrada como un día de gloria para los enemigos interiores. La Historia contemporánea de España es el relato de nuestra lenta extinción, provocada por esos que se quisieron naciones sin haber pasado de factorías protegidas y embellecidas por el folklore, y que jamás, sin embargo, superaron la envidia que le profesaron siempre a Castilla, la universal, la desangrada que se dejó la sangre en un imperio imposible, la que vio surgir de ella una de las grandes culturas del mundo, mientras otros sólo supieron hacer brotar boinas y calcetines.

No sé si los portugueses son personalmente envidiosos. Sabemos tan poco de ellos, les hemos pagado con tal desprecio su separación, que Portugal sólo nos apareció siempre como un recorte en el mapa. Pero son tan hispánicos como los demás. Lo que resulta curioso es que ni Cristiano Ronaldo ni José Mourinho responden al tópico melancólico, petrificado y algo menesteroso que tradicionalmente hemos atribuido a los naturales de esa región hispánica que se quiso sola y así se quedó: ‘isolada’, rodeada de España por todas partes, eternamente, también, recelosa de la Gran Castilla.

Lo cierto es que han vuelto como auténticos lusitanos terribles, audaces como aquellos marineros que construyeron rutas universales y colonizaron las costas de medio mundo. Su altivez, su arrogancia, recuerdan lo mejor y lo peor de nosotros. Son como si fuéramos nosotros sin complejos: les encanta ganar, y lo dicen. Y, sobre todo, a los catalanes. ¡Qué atrevimiento plantar cara a los nuevos amos de España (pobre Castilla, trágicamente desmembrada y ausente), los colonos textiles que han terminado por quedarse con todo, y que pretenden que ese triunfo se exprese en su Barça triomfant! Pueden ofendernos, pero nosotros no podemos responder. El Barça sirve, además, para que todo ese rencor tan español, acumulado durante cincuenta años contra un Madrid imperial, encontrara su vengador, su auténtico, como dicen ellos, ‘Messí-as’ advenido para la redención de las naciones oprimidas de la señorita Pepis.

Pero si ser ganador y mostrarse orgulloso de serlo es ya un crimen en la España del apocamiento, la mediocridad, el nepotismo y la rendición, en la España que ha encumbrado a un cobarde como rector de sus días finales, enfrentarse a los nacionalistas catalanes y a su alianza de tontos del haba interiores del resto de las Españas, es un delito que les perseguirá por donde vayan. Hasta las tierras de Goa o de Macao llegará la venganza catalana y charnega con las tetas de María Lapiedra al frente de las huestes de Laporta y Rosell.

Ojalá que nos duren muchos años estos dos rebeldes portugueses que han venido para sacarnos del letargo aminoácido en que los pueblos se hunden cuando pierden el arrojo y la mejor insolencia: la de quienes creen que es más digno perder que renunciar a ganar. ¡Hala Madrid, hala España! Morituri te salutant.

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