Creímos que la democracia era un bálsamo de Fierabrás. Que por el mero hecho de ser elegidos, los hombres se volverían buenos y benéficos. Nadie nos explicó que la democracia era un sistema de vigilancia mutua, de división de poderes precisamente para que no hubiera Un Poder como aquel al que habíamos combatido. Pero no vigilamos. Los dejamos vigilarse solos y acabaron siendo Uno para todos y Todos para uno, pero al servicio de Richelieu, de la ambición, del nepotismo. Hicimos posible la venida del reino de los antimosqueteros, de los bandidos que irremediablemente prevalecen cuando los pueblos se abstienen, se corrompen, se rebozan en la indiferencia del engañoso bienestar.
Las ‘paguicas’ fueron el salvoconducto por el que los canallas circularon repartiendo migajas a quienes, en el fondo, sólo aspiraban a ser como ellos. Mataron a Montesquieu, hasta nos lo anunciaron, como hizo Guerra, y no hicimos nada. No era inocencia, era la mezcla purulenta de la picaresca y la estupidez. Un puticlub feliz donde nos permitían tocar a las putas, mientras los chulos medraban a su costa. Todo se incubó en los felices ochenta. Les dejamos que se quedaran con la Justicia en aquella infame reforma del poder judicial, que venía a unirse a un Tribunal Constitucional en el que pusieron a sus muñecotes al frente. (Quedan jueces sueltos, Alaya, Ruz… y el primer Fiscal General independiente tras treinta años, Torres-Dulce, pero la estructura está corroída.) Y les entregamos las cajas de ahorro con aquella Ley de Cajas que las ponía en manos políticas. Banca pública que no deja de pedir nuestra ‘gauche cretine‘. Se llamaba felipismo el invento: el Estado es nuestro. Un botín debido. Y nadie de los que vino luego hizo otra cosa que servirse del invento.
No sé de qué nos extrañamos: les dimos la vigilancia y el dinero. La podredumbre que ahora rebosa sobre la tumba de Montesquieu no es más que la nuestra, la que consentimos y ya nos ha devorado.
