Pavos y pollos para el bipartidismo

En estos días en que se habla tanto del cambio climático, del ascenso del PACMA (eso, ‘pacmao’, lo añado yo) y el fin del bipartidismo, lo que verdaderamente recuerdo con melancolía, y la certeza de que esos sí que no volverán, son los pavos y pollos camperos que en estos días traían las gentes del campo para vender o regalar a las personas que les habían hecho algún favor. Ese ha sido el verdadero bipartidismo desaparecido, eso lo que tendremos que lamentar mientras nos quede algo de vida. España se fue a tomar viento con ellos, pero no nos hemos enterado hasta ahora.

La Nochebuena y la Navidad giraban alrededor de la lumbre gigante de casa de mi abuela, donde nos reuníamos a cantar delante del Belén mientras mi madre preparaba su escandalosamente buena sopa de menudillos, que esa noche abría una cena a la que seguían las pechugas con bechamel de los pavos y pollos que le habían regalado a mi padre. Al día siguiente, y alrededor de esa misma lumbre, las mujeres de la casa guisaban el mejor arroz del mundo con pavo o uno de aquellos pollos que había que estar cociendo una mañana entera, con aquella grasa excepcional que dejaba un arroz meloso, suave, cargado de sabor y de memoria, sin más ingredientes que la carne y el caldo de aquel animal sagrado, azafrán de pelo y un poco de morrón.

Quienes, hijos míos, no hayáis probado la carne de este bipartidismo de pavos y pollos, no sabéis lo que es el manjar supremo. No en vano, muchos años después entendí, ante los pollos de granja de la era bipartidista, la vacuidad posmoderna. Pero, sobre todo, entendí a Carpanta, aquel personaje del hambre de posguerra y su obsesión por encontrar un pollo. Es que no se trataba de un pollo de estos de hoy, es que entonces los pollos ¡eran todos camperos! criados, en el corral o sueltos, con las sobras y desechos de las casas y las cortijás, cuando todo lo que se comía era natural y se aprovechaban las pieles del tomate, de los pepinos, los restos del pan, y algo de grano, para alimentar a los animales.

Ser niño, entonces, era girar alrededor de las mujeres, verlas pelar un pavo o un pollo, reír como cosacas cuando se les resistía alguno, correr detrás de otro que había salido volando, aprender la paciencia con que los desplumaban, escuchar sus conversaciones, siempre divertidas, siempre inocentes y bondadosas incluso cuando no despellejaban sólo al pavo. Ser niño era jugar sin parar, asistir a todas aquellas ceremonias, escuchar a los pavos hacer el glu-glu-glú que anunciaba el banquete, colarnos en el corral para hacerles sufrir un poco, saltar y correr en medio del bullicio constante de unas casas donde no paraban de entrar vecinos, visitas, hermanos mayores y pollos camperos. Por eso a aquellos niños nos gusta la Navidad, el Nacimiento, las panderetas, Campana sobre campana y El tamborilero, que era el villancico favorito de mi hermana. Nos gusta la Navidad porque había pavos y pollos camperos, y porque recordamos a los que hemos perdido, a aquellos con los que fuimos tan felices como nunca más volveremos a serlo.

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