Rubén Darío

A Rubén le debemos la poesía moderna en español. Él es la trinidad, padre, hijo y santísimo cisne de la que saldrá todo. Estamos celebrando el centenario de su muerte, pero no parece que lo celebre nadie. La España ciega que se mira un ombligo que no existe, la España que cree que lo moderno es el caudillismo de los Tirano Banderas que otro modernista, Valle, dejó fijados para la historia y para la literatura. La España chata que ignora a Rubén. La España que se parece más que nunca otra vez a aquella que se desangró en Cuba y ya no volvió nunca.

Y sin embargo, Rubén trae de su América, que es la nuestra, a una España, que es la suya, en un curioso giro, nada menos que todo aquello con lo que la Francia de Baudelaire, Rimbaud y, sobre todos, Verlaine, había transformado no sólo la lírica, sino el concepto mismo del arte moderno, de lo que hemos sido hasta que la tonticorta posmodernidad lo convirtió en juguetito tecnológico y concepto sin materia.

Rubén será la libertad creativa, la exaltación de la imaginación como vía de escape de la mediocridad, tanto hacia pasados más nobles, como hacia tierras y estéticas más refinadas, siempre Oriente, refugios de un espíritu que no encontraba a su alrededor más que la simpleza del realismo y los garbanzos.

Él es el primero que nos enseñará que el objeto de la poesía ha de ser siempre la belleza, y que el arte es autónomo respecto de la realidad y de la misma vida, porque ha de ser mejor que ellas, ha de ser su consuelo, ha de ser el que abra nuestras almas a las vidas que hubiéramos querido vivir, a los mundos libres en los que hubiéramos querido ser. La poesía ha de ser el alimento verdadero de cualquier espíritu que sueñe. La Poesía es la verdad, y los cisnes, el interrogativo cuello de los cisnes, su delicadeza, su blancura, el Blasón que la represente.

Y luego vinieron sus “Cantos de vida y esperanza” para devolvernos en ellos la España que nosotros habíamos dejado de ser, la que perdió sus barcos, de nuevo, y también la honra en la bahía de Santiago. La que ya nunca seremos, la España de la esperanza de los pueblos de América frente al Águila bicéfala del Imperio, que tanto detestaba.

La lectura de la “Oda a Roosevelt” o “Al Rey Óscar” nos redoblan hoy la melancolía. Ya no hay león español, querido Rubén, y nuestros enemigos no son el Imperio ni los países que anhelaban echarnos de la Historia. Ya no somos enemigo para nadie. Salvo para nosotros.

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