Como en el final de una guerra perdida, van quedando cada vez menos hombres y más cadáveres sobre el humeante barro de aquellos antaño paisajes verdes y llenos de vida.
Queda recoger los platos rotos de hojalata, los cables sucios y negros que recorren el campo de batalla, el sudor del último flamenco que amartilló la tarima de madera donde más tarde colgaron a nuestros hermanos.
El capitán gritaba a oídos sordos, la subteniente temblaba ajustando el tiro y la tropa pasmada, como drogada por aquel ambiente nauseabundo, seguía expectante mirando cómo discurrían lentamente las manecillas del reloj rojo.
Nadie sabía dónde había que disparar, todos miraban alrededor por tierra, mar y aire, hasta que en un recodo magistral de una mente retorcida, firmamos el armisticio con el caos, y recobramos el camino. ¿A dónde? A ninguna parte…