La Hora de la Verdad

Miguel Ángel Malavia

La leyenda del tiempo… Camarón de la Isla

Se dice de él que es el mejor cantaor de todos los tiempos, que revolucionó el flamenco en todos los sentidos, que marcó una época y que nunca la historia nos dará alguien como él. Como José Monje, más conocido como el Camarón de la Isla. Estas líneas van dedicadas a él, siendo el primer relato conjunto escrito con mi gran amiga landetera, Sara López Hernández. O lo que es lo mismo, mi oveji.

Cae la noche en la playa gaditana, y como todas las noches, las calles toman un color diferente. La penumbra envuelve todos los rincones del barrio. A lo lejos, puedo oír el eco de una voz, una música que atrae mis sentidos como nada lo había hecho hasta ahora. Camino por la calle del Carmen siguiendo la estela de sonido que me reclama, como el canto de una sirena. Proviene del interior de un patio humilde, situado en el barrio de las Callejuelas. Al ver las puertas abiertas, me agazapo en la entrada para comprobar qué es lo que allí pasa. Hasta que de repente, el silencio de la noche se convierte en algarabía envuelta en humo de tabaco y olor a Rioja. Allí, al fondo está él, ataviado con su pañuelo de lunares al cuello, su camisa desaliñada y mal abrochada, y su pelo enmarañado y descuidado. Mientras me acerco, me envuelve más y más la voz que me ha traído hasta allí. “Relucen dos luceros…en la bahía de Cádiz…”.

Jamás he oído algo semejante, pienso hacia mis adentros. Y un escalofrío me recorre el cuerpo mientras la voz sigue cantando. “…Y eran tus ojillos negros… que me decían te quiero…”. Los aplausos retumban en la estancia, y me decido a abandonar el lugar, pues no es de muy buena educación permanecer en una propiedad privada sin permiso alguno. De camino a la pensión, todavía resuenan en mí las ultimas frases de esa voz penetrante y desgarradora, de esa música que transmite fuerza y raza en todos sus acordes. Todavía tengo clavada esa mirada penetrante, esa aparente timidez, esa intimidad que me ha transmitido, a pesar de estar en un lugar completamente abarrotado de gente.

Es entonces cuando vuelo, corro, lato y muero. “Yo soy aquel pobre caminante… que con su petate siempre a cuestas va… yo voy andando camino adelante… siempre buscando donde estar…”. Canto, lloro, huyo, ¿huyo? No, no huyo. Subo al cielo. “La vida es una ilusión… que nadie vive sin ella… y no tiene solución… porque es como una estrella… que jamás nadie alcanzó…”.

¿Pero en el cielo no están los que antes han muerto? Los hay que tienen que morir; para luego levantarse. Y tú, ya entonces lo vi, tenías que morir. Ese patio perdido en el barrio de las Callejuelas me lo acaba de mostrar. Me lo mostró… hace ya tantos años. Lo que siento como una ensoñación, como un temblor, ha sido toda una vida. Corro, volaba, hube muerto y resucitaré. ¿Dónde? En París, en tu gran noche.

Las calles de la France se preparan para recibir la Navidad, con sus grandes avenidas iluminadas y las familias haciendo las ultimas compras para la cena de Nochebuena. Esta es la primera navidad que paso en soledad, debido a mis compromisos laborales no podré viajar con la familia a España, en este invierno de 1987, pero tampoco me preocupa en demasía. Sí, ya lo ves. De repente, sin ni siquiera saber cómo, me veo a mí mismo, hablando de una vida que no he vivido, que ha discurrido en un instante, volando de nube en nube buscando una isla. La Isla. Cansado de estar en casa, me decido a dar un paseo (¿otra vez? ¡si soy yo el que me veo andando, arrastrando un cuerpo que debe ser el mío!) y de repente, algo frena mis pasos por la calle de las Meretrices Ambulantes. En lo mas alto de aquel teatro, un cartel llama mi atención. Es él, aquel muchacho desaliñado que me eclipsó con su cante en aquel pueblo perdido del sur, aquel que con su voz hizo que me recorrieran escalofríos. El mismo. ¿Por qué hablo de él como si no supiera ya nada de él, como si no hubiera marcado toda una vida que para mí ha sido un suspiro?

Me apresuro hacia el teatro y sin pensarlo saco una entrada. No puedo perderme este espectáculo, por nada del mundo (¡pero si sólo he vivido por sentir estos minutos!). El murmullo de la sala se apaga con los primeros acordes de la guitarra… Y en el centro del escenario aparece él, con el mismo aspecto desaliñado, la misma camisa mal abrochada y el mismo pelo despeinado con el que lo vi. ¡Con el que lo acabo de ver! Pero algo es diferente en su rostro. Se le ve cansado, abatido, y aunque su voz suena con la misma intensidad, sus ojos se pierden en el horizonte, como si algo le estuviese arrebatando la vida, la garra de las primeras frases que le escuché. ¡Es la puta droga! ¿Por qué…? Joder… ¡¿por qué?!

Viejo mundo
que el caballo blanco y negro
de día y de la noche
atraviesa al galope
Eres el triste palacio
donde cien príncipes soñaron con la gloria
donde cien reyes soñaron con el amor
y se despertaron llorando

Aquel espectáculo nunca tuvo un aplauso final, pues el cantaor abandonó el escenario antes de poder saludar a un público entregado, rendido ante su arte. Ese artista se llamaba José Monje, aunque en la memoria de todos quedará como el Camarón de la Isla, una leyenda de la que todos hablan, que perdura y perdurará en el tiempo. Una voz que todos han escuchado, pero de la que muy pocos conocemos la verdad.

Sara López Hernández y Miguel Ángel Malavia

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Autor

Miguel Ángel Malavia

Conquense-madrileño (1982), licenciado en Historia y en Periodismo, ejerce este último en la revista Vida Nueva. Ha escrito 'Retazos de Pasión', ¡Como decíamos ayer. Conversaciones con Unamuno' y 'La fe de Miguel de Unamuno'.

Miguel Ángel Malavia

Conquense-madrileño (1982), licenciado en Historia y en Periodismo, ejerce este último en la revista Vida Nueva. Ha escrito 'Retazos de Pasión', ¡Como decíamos ayer. Conversaciones con Unamuno' y 'La fe de Miguel de Unamuno'.

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