La Hora de la Verdad

Miguel Ángel Malavia

Una historia positiva dentro de nuestra trágica Guerra Civil

Ahora que más de uno (y no pienso en ningún juez) disfruta recreándose en el revanchismo de nuestra trágica Guerra Civil, os propongo algo a los amigos que estáis leyendo este escrito. ¿Y si contamos un episodio positivo de la guerra cainita? Sí, fue el gran cáncer que definitivamente jodió España. Pero… ¿y si en vez de hablar de “masones comeniños”, “curas violadores”, “comunistas terroristas” o “falangistas depredadores”, cada uno de vosotros deja aquí el recuerdo o la invención de una historia digna de hacerte orgulloso de ser humano? Se aceptan retazos, imágenes, destellos… lo que sea. Pero positivos. Siempre positivos. Aquí va el mío:

25 de julio de 1936. En un pueblo en el que “los otros” (los que fueran, ¿qué más da?) se han impuesto a golpe de olor a pólvora, los derrotados han huido, se han escondido o han muerto tras un traicionero paseo que les llevó a un camino sin retorno. El silencio es estallante en el cementerio local. María, pálida como la Magdalena camino del Calvario, llora en la mudez y el disimulo, tragándose las lágrimas que le caen a borbotones por las mejillas.

Un grupo de los “victoriosos”, confirma que son los dueños del pueblo recorriendo, con la cabeza bien alta y la voz gastada de los himnos atronadores, todos los rincones de ese infierno de piedra, polvo y arados: la Plaza de la Vida, la Calle de la Esperanza, el Cementerio del Amor… María, al percibir su presencia, bajó la vista. Humillada. Cuando el escuadrón de la muerte, primo hermano del que había arrancado a su padre de aquella hora negra, pasaba frente a ella, creyó morir de odio y miedo. Los “héroes” de la mitad del pueblo (¿de cuál? ¡la de un maldito bando, el que sea!) comenzaron entonces a silbar insinuantes menosprecios a la “puta” que lloraba a un… (¿“rojo” o “azul”, a quién le importa la minucia?) como era su padre. ¿Todos? No, todos no. Andrés, aquél que la amó calladamente desde que era pequeño, permanecía en silencio, andando (más bien, dejándose arrastrar) junto a ¿los suyos?.

Fue sólo un segundo. Voló y se perdió. Nadie lo vio, nadie lo recordó. Salvo ellos dos; pues fue su momento. Andrés, llorando para sí mismo, la miró. La mujer del luto, rota por dentro, casi sin darse cuenta, sin saber la razón que le impulsaba a ello, también levantó levemente la vista, en un reojo inapreciable para el resto (fue sólo un segundo, recuerda).

Andrés y María, en el destello en que se cruzó su alma, entendieron claramente que ambos eran víctimas muertas en vida de una desgracia que les vino de fuera, sin quererlo, golpeándoles como a marionetas rotas. Fue sólo un segundo, pero los dos se sintieron un poco mejor el resto de su existencia. Años después, cada uno ya en su vida (no la que debió ser, si no hubiera sido por 1936), siempre recordarían la mirada de paz, ternura, acompañamiento, perdón y vida que su “ángel de la guarda” les regaló en aquel viejo cementerio que aún sigue llamándose ‘Amor’.

MIGUEL ÁNGEL MALAVIA

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Autor

Miguel Ángel Malavia

Conquense-madrileño (1982), licenciado en Historia y en Periodismo, ejerce este último en la revista Vida Nueva. Ha escrito 'Retazos de Pasión', ¡Como decíamos ayer. Conversaciones con Unamuno' y 'La fe de Miguel de Unamuno'.

Miguel Ángel Malavia

Conquense-madrileño (1982), licenciado en Historia y en Periodismo, ejerce este último en la revista Vida Nueva. Ha escrito 'Retazos de Pasión', ¡Como decíamos ayer. Conversaciones con Unamuno' y 'La fe de Miguel de Unamuno'.

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