Si la evolución no hubiera propiciado mutaciones que nos apartaron del estómago rumiante y no hubiera adaptado el estómago de los homínidos a comer carne (básicamente, proteínas) todavía necesitaríamos la mayor parte de nuestra energía para dar los 40.000 golpes de mandíbula que necesita una vaca al día para comer y rumiar. Demasiada energía malgastada. Y no es tanto energía como tiempo para comer y para digerir, pues seguiríamos tendidos al sol, comiendo y rumiando incesantemente. Y una consecuencia inimaginable de todo lo anterior: mientras la sangre se tiene que ir al estómago a facilitar la digestión no puede ir al cerebro a fabricar ideas, lo que explica por qué es tan escasa la literatura escrita por vacas y lo aburrida que es su conversación. Comer carne nos hizo libres y también nos hizo, no diré inteligentes, pero sí, por lo menos, más listos que una vaca. Por eso los hombres crían vacas pero las vacas no crían humanos que las cuiden. Y también nos hizo mucho más listos que las tortugas, con ese exoesqueleto (¡gran idea! exclamó la creación: el esqueleto por fuera) que había que probar al hilo de las mutaciones pero que no dio buenos resultados, ni por lo esbeltas y ágiles que las hizo ni por la vida social que se les conoce. Así que ahora que viene la OMS y nos dice que comer carne juega en la misma liga que fumar, está uno por pactar con su médico: me hago vegetariano, doc, y a cambio fumo como un morciguillo, que al fin y al cabo el tabaco tiene mucha fibra, ¿no le parece?. Y es que el asunto tiene muy mala cama, como el dichoso perro: o comemos carne, que para eso nos regaló la evolución el estómago que tenemos, o volvemos a la rumia y a la cerrazón mental de las vacas, que apenas suelta una un múuuuu y ya está la otra pensando que se lo ha quitado de la boca la muy plagiaria de la vaca vecina.
El asunto éste de la carne y sus maleficios hay que situarlo, al menos preventivamente, en el mismo espacio que el apocalipsis informático del año 2000, la vacuna de la gripe aviar y algún que otro desaguisado perpetrado por organismos internacionales con la mejor voluntad pero con pésimos resultados. Hay que reivindicarse budista y entender, con el Buda, que en el camino medio está la virtud. Consumir carne moderadamente aunque sólo sea por mantenernos dentro de la especie humana y no dar saltos evolutivos hacia el mamífero rumiante. Sobre todo una vez que nos han advertido los galenos que si seguimos prolongando la vida humana en la tierra acabaremos todos con un cáncer y la mayor parte con Alzheimer. Vistas así las cosas comer carne puede ser una contribución patriótica a la buena marcha de este país y, a poco que cuaje el mensaje, acabaremos siendo los carnívoros apóstoles de una humanidad desahogada. Vamos, que comerse una morcilla una vez que nos han advertido del riesgo de cáncer acabará siendo tenido por gesto solidario hacia las generaciones futuras, a las que hay que ir dejando sitio. Así que yo pienso seguir comiendo carne, incluso hamburguesas, de forma moderada. La vida sin riesgo no merece la pena ser vivida. Y entre comer carne de vaca argentina – o de Kobe – y comer verduras escogidas de la cosecha de Chernóbil y aledaños todavía hay una distancia, la que va de tomarse un gin-tonic de vez en cuando a aliñarse los brebajes con salfumant. O sea, que si tengo que elegir, prefiero trabajarme un buen cáncer a base de chuletones antes que volver a ser rumiante y pasarme los días masticando hierba y soltando metano, con lo mucho que eso hace contra la capa de ozono. En definitiva, que entre seguir siendo un humano detestable o regresar a la vaca adorable, prefiero lo primero. Y si por ello me he de condenar, bendito sea el infierno, donde no hay aire acondicionado.