Palpito Digital

José Muñoz Clares

Asesinato Alicante (I): Wanninkhof o la infamia

La inquisición torturaba hasta conseguir de mujeres perturbadas que reconocieran haber volado en escobas, haber dado el beso negro a Belcebú y tener suscrito un pacto diabólico que las encadenaba por siempre al mal. Y luego las quemaban. También lo hicieron con hombres, a uno por hablar cuatro idiomas, habilidad que sólo el diablo había podido darle. Y la Iglesia que promovía el horror dormía tranquila a la espera del premio en el más allá. Por eso muchos no creemos en la Iglesia y ya casi nadie en el diablo.
Desapareció la Inquisición – y el diablo – pero no los inquisidores. Ahora se llaman policías y, a veces, jueces de instrucción. Son sólo unos cuantos – hay una mayoría de jueces sensatos, pese a las apariencias en contra – pero cuando en un colectivo que administra libertades se pudre un miembro acaba corrompiéndose la fama de la totalidad. Le pasa igual a los curas, a los periodistas y a los abogados. Así que no es algo sino mucho lo que huele a podrido en España.
El caso Waninnkhof está a la altura del ya muy antiguo Crimen de Cuenca, donde un juez de instrucción, ayudado por la brutalidad de la guardia civil de entonces, consiguió que dos inocentes confesaran haber dado muerte a un hombre. Pero ellos querían más y los asesinos, forzados a palos, dieron pelos y señales de cómo lo hicieron, qué hicieron con el cadáver – que nunca apareció, pues no era tal – y acabaron en prisión porque las lagunas de la instrucción desaconsejaban medidas irreversibles. Pasados unos años de prisión injusta el muerto pidió un certificado de bautismo porque se quería casar en Valencia, donde vivía desde que lo «mataron» dos inocentes. El cura párroco ocultó la petición, lo que provocó que el falso finado se presentara en su pueblo a exigir en persona la partida. El cura, al descubrirse la resurrección y temer que se supiera su infame actitud, se suicidó de una forma que ha sido injustamente ninguneada por la literatura: se tiró de cabeza a una tinaja de vino, donde se ahogó. Los reclusos acabaron en libertad. Al juez responsable – e irresponsable – y a los guardias atroces nada les pasó.
Asistimos hoy – sin no contribuimos – al linchamiento mediático de un hombre igualmente preso al que la prensa ha condenado a la hoguera cuyo material acopió la policía en un alarde de siniestra imaginación, que si tiene algún precedente es el de los guardias civiles del crimen de Cuenca. El juez, como aquél otro, ha entrado al trapo: él mató a su suegra no porque haya prueba directa alguna sino porque pudo hacerlo. También lo pudieron hacer otros pero fue él porque así se lo dice el sexto sentido a alguien en la comisaría de Alicante. Dicen que pocas personas tenían la información necesaria sobre la víctima: mienten. Dicen que lo hizo él con una pistola histórica de primeros del siglo XX que se había conseguido ilegalmente: mienten. Que se fabricó un silenciador aprovechando las habilidades “heredadas” de su padre, que era tornero: mienten. Que llevó a la víctima a un lugar sin cámaras y mienten: nunca hubo cámaras en el local, en ninguna parte. Hay dos testigos que ven a la víctima aún viva y sin sangre y cómo en ese momento el hoy preso sale en su coche y se va, pero los inquisidores mienten: ya la había matado, dicen, pero sobrevivió a dos disparos en la cabeza y a los 20 minutos se bajó para echar la sangre fuera para despistar y hacer así que reluciera el buen hacer de la policía al desentrañar el misterio.
Silencian cuanto excluye la autoría y se aferran a indicios inverosímiles como los paranoicos se aferran a sus obsesiones. Saben que mienten pero prefieren mentir para cerrar el cerco en torno a la víctima que han ofrecido como carnaza a las fieras para seguir manteniendo ante sí mismos que son policías eficaces y decentes. Dicen que investigaron al entorno familiar pero mienten: dejaron fuera al que, mientras sus hermanas se reunían en torno al cadáver de su madre, aún por levantar, no sólo no acudió a interesarse sino que convocó una reunión con sus asesores jurídicos y financieros. El mismo que mantenía frecuentes reuniones con un policía cercano a la investigación, cuyo apellido empieza por G, que bien pudo intoxicar – mató porque pudo, intoxicó porque pudo, ¿no? -, dirigida por inquisidores que siguen creyendo en brujas que vuelan. Y el juez lo asume sin reparos.

El juez del caso Waninnkhof, un tal González Zubieta, quedó marcado para siempre por dos sentencias – TSJ y TS, demoledoras para su actuación – que liberaron a la inocente tras 17 meses de prisión injusta y una vida destrozada por la que nunca la podremos compensar. Sacrificada por la prensa, expuesta a la vergüenza, aireadas sus más íntimas inclinaciones como indicio de depravación. Y luego era inocente, y el diablo no existía.

Ojalá los responsables de este nuevo atropello sufran en sus carnes la infamia. Que un día les detengan al hijo que más quieran y se vean impotentes frente a la mentira. Ojala hubiera un dios de justicia que fulminara a su estirpe. Ojalá hubiera un infierno al que enviarlos. Pero sólo nos queda escribir, clamar por la verdad que nos niegan, compadecer al inocente escarnecido.

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José Muñoz Clares

Colaborador asiduo en la prensa de forma ininterrumpida desde la revista universitaria Campus, Diario 16 Murcia, La Opinión (Murcia), La Verdad (Murcia) y por último La Razón (Murcia) hasta que se cerró la edición, lo que acredita más de veinte años de publicaciones sostenidas en la prensa.

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