Un ciego en el Capitol: Capítulo XI: «Aloha , Manulane»

Hay películas que se te quedan grabadas para siempre, quizá nunca nadie las escogería entre las cien mejores de la Historia del Cine, o algo así, pero para ti son hitos de tu cinefilia. A lo mejor no es que sean grandes películas recordadas por todos, pero por algún motivo te marcan y siempre las recuerdas con cariño. Yo descubrí “La Taberna del irlandés” en un momento en que me cuestionaba las grandes cosas de la vida, en que me preguntaba por qué y para qué había nacido yo y qué sentido tenía eso de ser ciego y gustarme el cine. Bueno también me cuestionaba asuntos menos trascendentes y más pedestres, como por ejemplo qué narices hacía yo con Maripuri y por qué me aguantaba y me contemplaba con tanta dedicación, si no sería que yo le daba pena.

Así que “La taberna del irlandés” me llegó en un buen momento. Mis problemas personales y la excesiva tensión nerviosa con que los percibía parecían disolverse ellos solitos cuando hasta mis tímpanos llegaba la dulce música de Cyril J. Mockridge. El encanto y el relax de una vida muelle en los mares del Sur me embargaban a través de los melosos instrumentos de los aborígenes; los paisajes verdes, los cielos claros y despejados, los mares inmensos y tranquilos y la apacibilidad de Polinesia llegaban hasta mí trasmitidos por las palabras de Maripuri y por una empalagosa banda sonora que me transportaba despierto a lugares donde los problemas no existían, donde las gentes eran naturalmente bondadosas y donde las nativas eran dulcemente encantadoras.

Todos mis problemas parecían desaparecer al oír unas notas que me transportaban de la desértica y fría estepa castellana a la cálida y acogedora Polinesia, de la rigidez de la vida en mi pueblo a la fluidez de las relaciones sociales de quienes surcan la vida en taparrabos, de unos horarios y costumbres eternamente inamovibles a la flexibilidad y libertad absoluta de quienes no viven preocupados por el día siguiente, de “La Diligencia” de Manolo al transporte interinsular por canoa, de las tensiones de la vida cotidiana a la libertad.

En un lugar como ése la vida no puede ser saboreada sino confiada y lentamente, disfrutándola a tragos pequeños, contemplando el tranquilo ir y venir del mar, sin la preocupación de un jefe o unas obligaciones, sin la presión del dinero o de la moderna sociedad urbanita. Si alguna vez ha existido lo contrario de una oficina es esa paradisíaca isla oceánica, donde las gentes se apoyan y ayudan, con un cura tan compresivo y dulce, donde las peleas a puñetazo limpio son muestra de amistad y confianza y no de agresividad y odio, donde la población transita por las calles más céntricas del pueblo en bicicleta, sin prisas ni urgencias. Por cierto, siempre me he preguntado de dónde salía tanto chino y a dónde iban en bicicleta tan incesantemente, a dónde habían de llegar, qué tenían que hacer, por qué las bicis, si en apariencia en toda la isla sólo tenían tres lugares a los que acudir: La playa, la casa propia y la taberna de Donovan.

El personaje que a mí me hubiera gustado interpretar… No, no, el personaje que a mí me hubiera gustado ser es el de César Romero, qué porte, qué elegancia, qué sibarita… el Gobernador, la primera autoridad de una isla en la que nunca pasaba nada, rico, poderoso y bien parecido… en una isla donde las mujeres caminan y se contonean y te sonríen y te miran al ritmo de músicas embriagadoras que te pueden hacer perder el sentido de la realidad. Ya hubiera querido Sancho así su ínsula Barataria. Lo que nunca entendí es por qué, viviendo donde vivía, siendo quien era, tenía la tonta necesidad de perseguir los 18 millones de dólares de Elizabeth Allen, la rica heredera bostoniana, qué ganas de complicarse la vida, a qué más podía aspirar viviendo rodeado de atenciones, en una isla de ensueño y en unas condiciones que le permitían disfrutar de la vida holgazaneando como ningún multimillonario hubiera podido hacerlo.

Claro que sin situaciones como esa John Ford, un director otras veces tan amargo, no hubiera podido mezclar comedia y romanticismo en íntima relación. Es una peli para ver con amigos y palomitas, tierna y sensible, que para mí siempre contribuye a crear mágicos momento de calma y laxitud y que siempre me recordará mis momentos de crisis y cómo gracias a ella los superé.

Sigo oyéndola cuando puedo, siempre en vídeo, y aprovechando que Maripuri no está. Ella ha decidido no volver a verla, eso que se pierde, porque dice que hoy John Houston y John Wayne no podrían filmar argumentos tan machistas y políticamente incorrectos como esta película, en la que no dejan entrar a mujeres (“señoras”, insiste ella) en Donovan’s Reef y en la que el protagonista termina dando una increíble tunda de palos a la pobre Elizabeth Allen sin más ni más.

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«Aloha Manulane» es el capítulo once de un futuro libro de relatos sobre cine que espero publicar algún día. Esta mañana, si todo ha funcionado correctamente, se habrá publicado el primer capítulo: «El Capitol»

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Pedro de Hoyos

Escribir me permite disfrutar más y mejor de la vida, conocerme mejor y esforzarme en entender el mundo y a sus habitantes... porque ya os digo que de eso me gusta escribir: de la vida y de los que la viven.

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