Un ciego en el Capitol (Capítulo V «Los hombros de Ava Gardner» )

Durante los próximos días iré publicando capítulo a capítulo y siempre a esta misma hora, 7,30 de la mañana, el inicio de mi nuevo libro: «Un ciego en el Capitol». Si en algún caso el capítulo es de especial longitud lo publicaré en dos partes, la segunda sobre las seis de la tarde.
A continuación presento el capítulo V «Los hombros de Ava Gardner».

LOS HOMBROS DE AVA GARDNER

Yo no me enamoré de Ava Lavinia Gardner en Mogambo, como tantos otros, ni en La noche de la iguana o en Las nieves del Kilimanjaro. Yo me enamoré de Ava en La cabaña, al mismo tiempo que Mari Puri se enamoró de un canoso Stewart Granger, elegantísimo incluso en calzoncillos y con zapatos, despreciando a un ploroso David Niven que nunca supo estar a la altura de las circunstancias que exigía una diva como la Gardner.

Maripuri volvió a llegar tarde al cine, sólo que ahora, Rosita, la taquillera, me vino con el cuento: “Ciego, tú no puedes competir con tanto dulce, se te va a acabar venir al cine”, dijo, siempre tan atenta. Colás, el pastelero del pueblo, andaba aquella temporada detrás de Maripuri, persiguiéndola y regalándole milhojas, persiguiéndola y regalándole helados, persiguiéndola y regalándole petisúes. Cuando oí el taconeo de Mari Puri en la soledad del hall del Savoy me puse en guardia. Contra lo que yo me esperaba no me dio ninguna excusa artificial que me hiciera sentir vanamente insultado. Ninguno de los dos dijo nada, pero en la brevedad de su saludo noté yo que algo diferente había en ella. Por primera vez no se sentó en mis rodillas al poco de empezar, por primera vez noté yo que tenía que hacer cierto esfuerzo para describirme las primeras escenas de la película.

Hasta que apareció ella. Ava en una isla desierta. Ava luciendo los hombros al aire, en aquellos años. Ava delante de mí. Ava caminando hacia la cámara, o sea, hacia mí. Ava contoneándose lentamente al bajar aquellos pocos peldaños. No a tamaño natural, sino varias veces más grande. Ava sonriendo a cámara. O sea, a mí. Ava mirándome con aquellos inmensos ojos que parecían tomarse el mundo todo con ironía y humor, ojos que parecían no dejar nunca de burlarse de David Niven mientras encerraban una enorme ternura por su hombre de siempre, el ingenuo Stewart.

Y entre ella y yo, la voz de Mari Puri. La voz de Mari Puri cambió cuando Ava Gardner salió de la cabaña grande con un vestido hecho con hojas de palmera. Hojas de palmera que ceñían su cintura, hojas de palmera que marcaban su escote, hojas de palmera que dejaban ver sus piernas hasta muy arriba. Hojas de palmera que dejaban al descubierto sus hombros. Sobre todo, hojas de palmera que dejaban al descubierto sus hombros perfectos, sensuales, discretamente bronceados, con aquella piel tan suave y apetecible, y que acababan en aquellos brazos tentadoramente torneados, hechos para abrazar eternamente a alguien como yo. Todo ello según la fiel versión que Mari Puri me iba transmitiendo con enardecedor entusiasmo. No me extraña que el cura de mi pueblo tuviese mala opinión de los que íbamos al cine.

A la salida pregunté a Mari Puri el nombre del director. “Mark Robson, nunca llegará a nada, esta peli se le ha escapao, no tenía presupuesto suficiente para rodar con tres estrellas como éstas, la isla no era más que un decorao penoso”, me informó mientras deteníamos nuestros pasos ante el escaparate de la pastelería. Presté atención al más mínimo ruido de su ropa, esperando que con el brazo saludase hacia el interior de la confitería pero nada hizo y nada dijo. Cuando ya habíamos pasado unos metros de la puerta una voz llamó: “Eh, Puri, tengo unos de crema deliciosos”.

Mari Puri se quedó parada, estoy seguro de que dudaba y nos miraba primero a uno y luego al otro. La voz del pastelero sonaba excesivamente suave, dulce y meliflua, es curioso cómo los ciegos pretendemos comprender e interpretar aquello que nos está vedado a la vista, pero un hombre así no debía atraer a una chica como la Puri. “Tienes la voz rasposa, como el vino de la tierra” me había tiempo atrás. “Ciego, has bebido cazalla?” solía preguntarme Rosita, la taquillera del Savoy, con la misma delicadeza y mala leche de siempre. Nunca me había parado a pensar si la voz podía ser determinante en esto del amor, pero la voz del pastelero era todo lo que yo tenía para poder imaginármelo y juzgar.

Estuvimos largo rato charlando informalmente en el umbral de la pastelería de cosas intrascendentes, del tiempo y de la película. A Mari Puri le había llamado la atención aquella escena en que el cocinero italiano se había disfrazado de nativo y Ava lo había aprovechado para poner celoso a Stewart Granger, se la comentaba al pastelero con grandes dosis de coqueteo y éste respondía tartamudeando y trompicándose al hablar. Yo prácticamente no participaba en la conversación, claramente estaba estorbando y sólo de vez en cuando Mari Puri se dirigía a mí, se interesaba por algo y me pedía que le diera la razón. Como si no bastase aquel hombrecillo de aire decidido y omnipotente para darle la razón en todo lo que la pobre quisiese.

Al cabo de un rato el pastelero había insistido lo suficiente para que no tuviésemos más remedio que entrar, aunque estoy seguro de que Mari Puri habría entrado mucho antes, de haber estado sola. El local estaba bien lleno de mamás endomingadas y niños molestones que deberían haberse ido a la cama mucho tiempo antes. Pastelería-chocolatería al lado del cine y en plena plaza mayor, el negocio era claro. Nos sentó en una mesa bien dentro, cerca de la televisión en blanco y negro que delataba a todos los vecinos que estábamos en casa de alguien con dinero, alguien a quien el negocio le iba muy bien. ¿Qué futuro tenía Ava Gardner con un ciego? ¿No haría bien en asegurar su futuro con aquel rico aspirante a burgués? ¿Qué podría vivir junto a un lisiado como yo que no fuera todo aventura y riesgo?

Pero a Ava Gardner siempre le gustó la aventura y el riesgo ¿O no era aventura vivir 55 días en Pekín, cazar repetidamente en África y aguantar a gentes como Clark Gable? ¿A caso el carácter turbulento y temperamental de Ava Gardner le iba a permitir vivir la acomodaticia vida de una esposa burguesa? Aproveché que el pastelero se alejaba para servirnos, me acerqué a su oreja y rozándola al hablar le dije: “Qué llevas puesto? Faltan dos horas para que salga mi padre del trabajo, si nos vamos aún puedo quitártelo tan lentamente como siempre te ha gustado. Seguro que tus hombros son como en la película”.

Ava no se separó inmediatamente de mí, me susurró levemente una deliciosa malicia, rozándome con su cabello y sonriendo, se levantó y nos marchamos. Me hubiera gustado que Mari Puri me contara el gesto que ponía el pastelero, pero no pudo ser: la aventura empezaba en cuanto Ava y yo traspasáramos la puerta del local de moda en el pueblo.

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Pedro de Hoyos

Escribir me permite disfrutar más y mejor de la vida, conocerme mejor y esforzarme en entender el mundo y a sus habitantes... porque ya os digo que de eso me gusta escribir: de la vida y de los que la viven.

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