Pregón de Navidad en el Casino de Palencia: «Como un general ante un pantano»

Quiero empezar por agradecer a la Junta directiva que haya pensado en mí para este pregón navideño, aunque no sé si han hecho una buena elección pues soy un profundo descreído de las motivaciones sociales de estas fiestas. Quizá habrían tenido más acierto si, como ha hecho alguna cadena de televisión, hubiesen pensado en algún personaje de relevante peso social, conocido por su dedicación al progreso científico como Ana Obregón o por su entrega generosa a los parias de la sociedad, pongamos a Belén Esteban. Sea como sea, estimados amigos, la cosa ya no tiene remedio y es tarde para cambiar de opinión.

Aún el Alzheimer no ha hecho suficientes estragos en mí como para olvidarme de la ilusión y despilfarro de energías con que celebraba estas fiestas cuando todavía era un niño, pero, qué quiere usté que le diga, a uno la vida le va moldeando y ya nada es igual que entonces. Los mismos años que quitan fuerzas proporcionan serenidad y me tomo las cosas con cierta distancia.

Así que cuando llegan estas fechas me vienen a la cabeza momentos de mi infancia, santa infancia ya tan lejana, y la comparación me pone melancólico y ñoño. Entonces la Navidad era una celebración social y costumbrista, como ahora, pero también y sobre todo, íntima y familiar al mismo tiempo. Había para su celebración una causa próxima a los sentimientos más nobles del ser humano que nos impelía a reunirnos, a estar alegres y satisfechos dentro de la precariedad de aquella época y satisfacer a los demás, causa de la que ahora a veces se prescinde.

Cuando yo era niño los silbatazos cotidianos de Abilio sólo me interesaban en Navidad. Abilio se asomaba todas las mañanas del año al portal de mi casa, hacía sonar con fuerza su silbato profesional y a continuación gritaba a viva voz el nombre de los vecinos que tenían carta. Para un niño como yo recibir el correo era siempre emocionante, pero en navidad era turbador. Entonces abría con inmediatez la puerta de mi casa y resbalándome por el arambol llegaba el primero a los pies de Abilio. A veces literalmente a sus pies, porque nunca a nadie se le ocurrió poner radares en aquella escalera de vecinos y lo del freno yo no lo tenía totalmente controlado.

El aumento de la correspondencia era la primera señal de que se acercaba la navidad. Con las habituales cartas del médico, las facturas, letras e hipotecas llegaban siempre “felicitaciones de navidad”, entonces no estábamos tan adelantados como para llamarlas “christmas”, ustedes perdonarán. Eran felicitaciones de parientes lejanos que me sacaban de mi reducido mundo infantil, que llegaban con fotos de pueblos hermosos, perfectamente urbanizados y ajardinados, seguramente con montañas al fondo y con habitantes sonrientes, rubios y con traje tirolés.

Aquellas tarjetas tan llamativas me señalaban la existencia de mundos ajenos a mí, a mi escuela y a mi dulce maestra, a mi Venta de Baños natal y a mi Palencia querida, granero de España, etcétera, etcétera. En mi pueblo la plaza era de carbonilla y el guardia municipal era cojo, pero por ahí fuera había otros pueblos con flores y árboles y jardines con columpios y guardias altos y fuertes con penacho en la gorra de plato. Además, en aquellos sellos salían exóticos pájaros multicolores y en los de aquí salía por lo general Franco y eran verdes o rojos o morados, pero casi siempre monocromáticos como los procuradores en Cortes de entonces.

A la sazón la navidad comenzaba cuando lo mandaba mi madre, como debía de ser. No dependía de que los Ocho días de Oro y la Quincena Blanca hicieran un hueco suficientemente grande para poder instalarla en el calendario; la navidad entonces tenía suficiente entidad por sí misma como para tener espacio propio en el almanaque. Estas fiestas empezaron a desilusionarme cuando vi por primera vez que el híper de las afueras de la ciudad colocaba los arcos de bombillas el tres de noviembre, en ese momento estuve a punto de jurar enemistad eterna entre estas celebraciones y yo.

Repito, en aquel tiempo la navidad empezaba cuando mi madre lo ordenaba. No en noviembre, como marca ahora la televisión, que es la estrella que guía a los reyes magos del consumo, sino que ya iba muy adelantado diciembre cuando me decía “Anda, hijo, sube a casa del vecino y que te pinte una postal”. Ahí ya no había dudas, era la señal definitiva, y yo subía precipitadamente donde Lauro a que me pintase una postal, la copiaba con la misma honrada torpeza que mantengo hasta ahora y la presentaba al concurso local de tarjetas navideñas en el que reiteradamente quedaba clasificado en último lugar. Eran aquéllas unas tarjetas llenas de simbolismo religioso, que habrían resultado políticamente incorrectas en estos momentos en que nos cogemos la navidad con papel de fumar, pero cada contexto tiene sus servidumbres y esos son avatares para no tratar en esta ocasión.

No recuerdo, a pesar de los años pasados que aquellas navidades tan lejanas fueran en blanco y negro, como podría parecer obligatorio. Antes al contrario, eran navidades de múltiples lápices de colores, del verde musgo del patio de mi casa y del rojo apagado de los gallineros de enfrente. Y del azul oscuro y siempre prematuramente envejecido del traje de los factores de RENFE de la estación de Venta de Baños. Yo en Navidad venía a Palencia en el “chispa” de las cuatro y treinta y cinco. Bueno, yo a Palencia venía en tren casi todos los sábados, pero en Navidad el viaje tenía más interés y venía más veces.

A la puerta de la estación de Venta de Baños, frente al bar Sandoval, se sentaba una castañera, eternamente enlutada como seguramente obligaba su profesión y aparentemente inmóvil. Siempre he pensado que las castañeras (y castañeros, conste) hacen una ciudad más entrañable, dulce y habitable, además de dotarle de personalidad propia. Digo yo que en Palencia nuestras autoridades deben estar de acuerdo pues se les ha reconocido sus méritos con la escultura de la Calle Mayor delante de Diario-Día, permítanme que siga diciendo Diario-Día. A mí me parece que las ciudades que no tengan castañeras deberían crear plazas oficiales de castañeras municipales con categoría de funcionarias y otorgarles un título honorífico de ciudadanas heroicas y ejemplares. Y ciudadanos heroicos y ejemplares, por supuesto

El caso es que aquella castañera ni pestañeaba ni sonreía al alargar su brazo regordete al final del cual estaba mi peseta o dos pesetas de castañas con las que yo entretenía el viaje hasta llegar a Palencia. No llamen pretencioso ni pueblerino a alguien de Venta de Baños si les dice que aquí la estación parecía de juguete, casi de portal de Belén. Llegaba el tren a la parada de Palencia y la calle Mayor se llenaba de potenciales clientes que colmaban las aceras y la calzada, entonces todo el mundo viajaba en tren, el coche era un lujo asiático y de las autovías nadie había oído hablar. No estábamos todavía en los tiempos modernos en que si algo no se puede vender o comprar no sirve para nada a pesar de lo cual la navidad implicaba necesariamente un aumento del consumo en muchas familias.

Al llegar a la calle Mayor mi padre emprendía un recorrido familiar que se repitió muchas veces muchos años y que empezaba por la perfumería Clarysol, pequeño establecimiento donde todavía recuerdo a mi abuelo detrás de un ventanuco cobrando y dando el cambio y a mi tío Trin atendiendo a los clientes. Después de salir de Clarysol pasábamos por el Patio de Castaño que entonces era un rincón puramente palentino, con su viejo y encantador “Central Hotel Continental”, y no un mesetario y fatuo Manhattan de ladrillo cara vista y cristal.

Después llegábamos a Pastor, donde mis tíos Pascual y Carmen vendieron los primeros frigoríficos y las primeras televisiones de Palencia. El local, muy amplio, espacioso y con numerosos recovecos, estaba siempre lleno de piratas salvajes y de princesas por rescatar que nadie más que yo veía porque se escondían detrás de la oferta del mes o de la lavadora más moderna del mercado. Yo siempre vencía y me llevaba a los secuestrados sin pagar rescate ninguno, claro que los piratas de entonces no llevaban bazookas ni kalashnikov ni negociaban con nadie más que conmigo.

En Calzados Hoyos nos esperaban mi tío Seve, quien por cierto acostumbraba a pasar largos ratos en esta casa, y mi tía Felisa. Después de saludos y parabienes, después de “jolín qué frío hace” y “quítate el abrigo que aquí se está bien” continuábamos hacia el Salón, aunque antes yo me escapaba a la papelería Morrondo, un poco más allá de Hoyos, donde compraba algún tebeo del Capitán Trueno y alguna figurita del belén para compensar aquellas que inevitablemente perdían cada año un brazo, la cabeza o tal vez simplemente la corona.

En el Salón, en el romántico templete de entonces que a mí se me antojaba propio de Sissi Emperatriz, yo jugaba a ser el director de una orquesta que atacaba polcas y valses vieneses que bailaban elegantes parejas endomingadas. Sospecho que en el actual templete los niños soñarán con pelis como “Aterriza como puedas” o “Perdidos en la terminal” y los maestros de su imaginaria orquesta atacarán “Tengo un tractor amarillo”… Y saldrán derrotados, conste, y huyendo a la carrera. ¿Sus bailarines endomingados? Cualquiera de los muñecotes de la familia Simpson y no me hagan pensar.

Tarde o temprano había que volver a casa, donde por fin, después de meses de estudios nos habíamos reunido todos los hermanos, qué atrasados eran mis padres que tuvieron la ocurrencia de tener cuatro hijos, con lo cara que está la vida. Lo que más me llamaba la atención entonces eran los ritos familiares que cada año parecían de obligado cumplimiento. En la cocina y con un lleno hasta la bandera, en un escenario cuya gala señalaban mandiles recién estrenados, cucharones viejos y soperas de día de fiesta, todos contribuíamos a ir creando el ambiente de la velada posterior. Siempre me pregunté cómo se las arreglaban para pasar desapercibidos el resto del año la vajilla de flores, la cubertería de las ocasiones especiales y las copas de champán, ésas que jamás contuvieron nada que no fuera “Sidra-champán El Gaitero, famosa en el mundo entero”.

Mi madre se multiplicaba para preparar varios platos a la vez mientras yo bastante tenía tratando de no aburrirme y de estorbar lo menos posible. Al espeso ambiente contribuían los vecinos que llamaban, iban y venían llenos de buenos deseos, pidiendo y ofreciendo utensilios o consejos para la cocinera, y se creaba un entorno de camaradería y ajetreo entre todos que se cortaba paulatinamente según iba cayendo la tarde, momento en que cada mochuelo retornaba a su olivo con su mochuela y sus mochuelitos.

Entonces no había ningún Carlos Arguiñano que entre chistes populares y expresiones jocosas contase al ama de casa cómo preparar la mesa para una ocasión especial. Las recetas más populares procedían del acervo familiar o de la tradición popular, eso sí, muy probablemente recogidas en algún libro de la Sección Femenina para el ama de casa moderna. Al contrario, el entretenimiento general, mientras esperábamos el advenimiento de las televisiones actuales con series tan hermosamente educativas como “Escenas de matrimonio”, “Física o Química” y “Sin tetas no hay paraíso”, era la radio, concretamente “La Voz de Palencia”, la única emisora de toda la provincia, que llegaba hasta sus oyentes en Onda Media. Onda Media que por la noche se volvía una jaula de grillos de casi imposible escucha por la mezcolanza de multitud de emisoras en un solo punto del dial. Permítanme que en este acto de añoranza en que he convertido esta prédica aluda nostálgicamente a Cimbalillo cuya sintonía campanil me gustaría volver a escuchar alguna vez.

El caso es que a esa convivencia de cuatro hermanos pertenecen los mejores recuerdos navideños, de cuando bajábamos al corral a buscar musgo en las zonas más sombrías, de cuando desembalábamos y montábamos el belén y sobre todo de la sobremesa de navidad o de año viejo en la gastada cocina de mi antigua casa, momentos de confidencias, de resúmenes de ausencias y de algarabía general. Ahora que lo pienso, no sé cómo se las va a arreglar mi hija, la muy adolescente es hija sola.

Pasados los años he envejecido mal y hay ya demasiadas cosas por las que no paso, la tolerancia nunca ha sido mi fuerte y no soporto que la sociedad me ordene que tengo que divertirme un montón porque es navidad, que tengo que ser extraordinariamente feliz y amar a mis semejantes por encima de todas las cosas, resulta que es algo insoportable, insufrible e intolerable, sean tan amables de perdonarme. Actualmente no basta con ser moderadamente feliz, no basta con divertirse razonablemente, el exceso parece ser imprescindible en esta época. Cuando a uno le preguntan cómo lo ha pasado parece como que diera vergüenza decir que ha estado en casa, sin sobresaltos, serenamente, soportando tranquilamente a cuñados, sobrinos y demás familia.

Porque ésa es otra realidad convenientemente oculta de las fiestas navideñas. Encima vienen tus parientes a ocupar tu sillón favorito, a dormir en él la siesta mientras tú friegas los platos y a poner todo el día las televisiones de deportes. ¿No hay ocasiones en que maldita sea la gracia que tiene la navidad? Pues encima tienes que convivir con esta caterva de parientes que parecen salir de la nada, disfrutan de tu casa con las manos en los bolsillos y se van… cuando ya no queda más turrón. Y mientras buscas inútilmente temas de conversación para entretener con ellos las largas horas de inanidad, tus amigos de toda la vida, con los que de verdad querrías haber pasado el tiempo entre comilona y comilona, siguen en los mismos garitos de siempre, que tanto te gustan, dándole al vino de Ribera sin echarte de menos.

Antes vivíamos la Navidad, en singular y con mayúscula. Ahora consumimos las navidades, plural y minúscula. Hemos pasado de una sociedad ingenua en la que cualquier pequeña novedad provocaba general satisfacción a otra permanentemente insatisfecha aunque deje vacíos los anaqueles de los hipermercados, y en ese ¿avance? hemos ido desprendiéndonos estúpida y banalmente de algunas tradiciones y sentimientos que venían siendo usuales, sustituyéndolos por otras costumbres extranjerizantes y en buena parte laicistas. ¿Por qué todo lo extranjero tendrá entre nosotros tanto predicamento? Hasta las tradiciones: ¿Por qué no nos bastan nuestras tradiciones? ¿Por qué necesitamos colgar de nuestros balcones ese horrible hombre del saco vestido para llamar la atención, ese espantajo con pinta de Papá Noel enano que más parece sanguinolento piojo reventón? ¿Por qué parece que nos ha invadido una horrorosa plaga de papanoeles de trapo dispuestos a escalar todos los edificios de la ciudad? Sugiero a las autoridades locales que instituyan un impuesto o tasa municipal a las comunidades de vecinos empeñadas en esta bárbara manía ¿Por qué necesitamos llenar de horteras luces multicolores las fachadas, ventanas y balcones de nuestras casas particulares? ¿Quién ha convocado esta competición de vulgaridad, mal gusto y ordinariez? ¿Qué necesitamos demostrar a quién? ¿Por qué?

Y la última pamplina salida de la tontuna colectiva, esa nueva patochada social que consiste en enviar miles de SMS navideños y de fin de año con el único afán de descubrir quién es el más ingenioso de la clase, el que inventa la consonancia más tosca y provoca las mayores risotadas de la pachanga familiar. Cuando se acercan estas fechas los dueños de las empresas telefónicas deben frotarse las manos con la chocarrería colectiva y con los suculentos ingresos que millones de SMS que pueblan el éter yendo y viniendo de teléfono en teléfono, llenos de buenas intenciones de cartón piedra, dejan en sus arcas.

Ahora ya no necesito el tren, vivo en Palencia y vengo al centro en mi propio coche, convenientemente pagado duramente con mi sueldo y el de mi esposa y algo de colaboración del banco, nada altruista no se vayan a creer, y aparco cómodamente en pleno centro de la ciudad, lo que es un alivio para los ciudadanos… y para las arcas municipales.

A cambio los palentinos disfrutamos de una ciudad confortable y bien cuidada, con un centro urbano cómodo y aún reconocible a pesar de que no siempre se ha sabido conservar aquello que nos identificaba como castellanos y palentinos. Palencia es hoy una ciudad de la que podemos estar orgullosos, con antañones edificios singulares, que hemos de saber mantener como herencia, y nuevas aportaciones modernas en forma de barrios y parques nuevos, amplios y diáfanos, que nos esperan como nuevos templos de la convivencia social. Si Palencia tiene multitud de razones para presumir una de ellas sin duda reside en sus numerosos y afortunados parques, desde el clásico, romántico y emblemático de la Huerta Guadián al más amplio, moderno y abierto de la isla Dos Aguas, pasando por esa pequeña guinda que es el recoleto y familiar parque de Ramón Carande.

Dicen de los castellanos los autores clásicos que somos sobrios y austeros, quizá sea que nuestro paisaje y nuestras ciudades nos han formado así; hoy por el contrario tenemos una ciudad llena de espacios abiertos propicios al encuentro y a la charla detenida, una ciudad que, rehuyendo épocas pasadas, se está construyendo lejos de esos monolíticos bloques de cemento, plástico y neón que una vez creímos que eran los obeliscos que representaban la modernidad.

Salgamos a una ciudad que nos espera al otro lado de estos muros repleta de arcos de bombillas multicolores que representan hermosas escenas invernales, hojas de roble, trineos, velas y estrellas variadas, anunciándonos alegremente las fiestas del solsticio de invierno, no vaya a ser que se nos cabree el personal laicista y nos acuse de imposición cultural, que, seamos sinceros, para muchos estos días son para celebrar lo que no creen. Pero si ustedes celebran la Navidad y no quieren perder las raíces originales acérquense a la plaza mayor, visiten el nacimiento tradicional que nos regala nuestro ayuntamiento y vayan reservando un hueco para la tarde del seis de enero.

Y ya que tanto he hablado de tiempos pasados permítanme sentirme como un general ante un pantano y decirles: “Queda oficialmente inaugurada esta navidad”. Disfrútenla.

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Pedro de Hoyos

Escribir me permite disfrutar más y mejor de la vida, conocerme mejor y esforzarme en entender el mundo y a sus habitantes... porque ya os digo que de eso me gusta escribir: de la vida y de los que la viven.

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