Verona, oiga

Estimados lectores: Lo primero que quiero decirles es que mientras ustedes se disponen a leer este ladrillo que les voy a colocar hoy yo estaré muy lejos. Son las cosas de la prensa y de las modernas técnicas de comunicación. Hoy es viernes, toca publicar esta «Columna de humo» y a pesar de las circunstancias vacacionales aquí me tienen ustedes.

En realidad ando por la Padania, ese maravilloso lugar del norte de Italia que al igual que otros en España tiene detrás un numeroso grupo de políticos y votantes partidarios de la independencia. Estas raras cosas que tenemos los viejos europeos, en cuanto nos juntamos cuatro a hablar de política fundamos ocho partidos.

Hace varios años que en mi familia descubrimos Verona y nos enamoramos. Bueno, entre nosotros ya llevábamos enamorados desde mucho antes de que Zapa sacase a pasear a su republicano abuelo, pero ese año nos enamoramos de la ciudad de Romeo y Julieta, aunque a nosotros tan plorosa pareja nos trae al pairo. Eso sí, servidor cumple todos los años con la tradición y no he dejado ni uno solo de tocarle la teta derecha (qué desgastada la tiene, la pobre) a la estatua de la jovenzuela shakespeariana.

Verona es una ciudad calma y serena, con un casco antiguo y alrededores propios de calendario bucólico. Sólo, opino, tiene dos defectos: los turistas, que somos legión, y que si el verano viene mal el calor y la humedad pueden convertir las tardes en un infierno. Ambas cosas son inevitables y terminan por conferir a la ciudad una aura más humana y a rebajarle de su endiosamiento.

Porque razones para estar endiosada tiene la ciudad. Olvídense de Shakespeare y su teatro y piensen solamente en piazza Bra o piazza d’Erbe. En la primera se encuentra L’Arena, anfiteatro del siglo I y a cuyos espectáculos, más actualizados, conste, hemos venido, y la segunda está levantada sobre el antiguo Foro romano y es un un hervidero de vitalidad y actividad.

Paso el día entre una plaza y la otra, yendo y viniendo por Via Mazzini, o paseando por las sombrías orillas del río Adige, cruzándolo por ejemplo por el ponte di pietra, mientras espero que lleguen las nueve y cuarto de la tarde.

Y entre tanto llega esa hora uno manda a tomar vientos las dificultades cotidianas tomando un vermú en el Café Coloniale o gozando de la hospitalidad de alguna pizzería. En esto hay que buscar las más recónditas y más alejadas del ambiente turístico masivo. Perderse y callejear sin rumbo es lo mejor.

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Pedro de Hoyos

Escribir me permite disfrutar más y mejor de la vida, conocerme mejor y esforzarme en entender el mundo y a sus habitantes... porque ya os digo que de eso me gusta escribir: de la vida y de los que la viven.

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