Hace ya quinientos años que España dio la primera vuelta al mundo. 500 años. Una gesta increíble que la corona de España llevó a cabo navegando en unas cáscaras de nuez. Pocas gestas ha realizado el mundo que puedan ser comparables en esfuerzo, riesgo y consecuencias positivas para la humanidad.

Pero entre nosotros ha pasado desapercibido. Celebrar 500 años de una heroicidad española está mal visto, somos cobardes. El común de los mortales no se ha enterado más allá de los veinte segundos que le hayan dedicado, tal vez, en algún telediario. Es una gesta española y conviene esconderla, denigrarla. Y casos semejantes tenemos en nuestra historia mil y uno. No, no más que otros países, no, pero tampoco menos.

La diferencia es que mientras en Francia, Italia o EEUU se festejan, son felices con sus propias gestas, defienden su herencia histórica, cultural o social (les confieso, iba a poner “racial” pero no lo he hecho para librarme del tonto políticamente correcto de turno) a nosotros nos entran los complejos, nos avergonzamos de haber llevado la rueda o las universidades a América o de haber defendido hasta la extenuación la iglesita de Baler.

Somos un país bárbaro, amargamente crítico con nosotros mismos, estúpidamente valedor de nuestros enemigos y ensalzador de nuestros errores. Somos un país emocionalmente tercermundista que ha determinado que hablar bien de sí mismo, de su historia, de sus gentes y de sus héroes es fascista.

Y las autoridades, de uno y otros signo político, han colaborado, colaboran y colaborarán con toda la fuerza de su infamia.