Rafael Torres – Al margen – Las hijas de Zapatero


MADRID, 25 (OTR/PRESS)

Circula por Internet una foto que no se sabe a ciencia cierta si es real o ficticia: en ella aparecen los matrimonios Obama y Zapatero con las dos hijas de éste. Según se dice, la instantánea, colgada en la página del Departamento de Estado como suele hacerse con las de las visitas oficiales, ha sido retirada a instancias del Gobierno español para preservar la intimidad de las muchachas. Sin embargo, la carcundia asegura que esa retirada o acto de censura se debe al atavío desopilante de las menores, que lucen disfraces correspondientes a la tribu urbana que atiende al nombre de «gótica», esto es, túnicas negras y botas medio ortopédicas, medio de Segarra.

El suceso, por llamar de algún modo a semejante bobada, suscita, empero, dos reflexiones: una relativa a la casposidad irremediable de la referida carcundia, que pretende desacreditar al presidente del gobierno por el atuendo de sus nenas, y la otra, algo más interesante, sobre la incongruencia de pretender salvaguardar la imagen y la intimidad de unas niñas mediante el procedimiento de llevarlas de viaje oficial, a cuenta del Erario por cierto, con su padre, que va a EE.UU. a currar y a hacerse fotos precisamente.

Teniendo en cuenta que el derecho a vestir como a uno le de la gana es indiscutible, aun para aquellos que como Camps o Costa lo hacen de manera que muchos calificarían de grotesca, huelga todo comentario sobre los capisayos y los coturnos estrambóticos que las criaturas exhiben en esa foto con que su papá soñó durante tanto tiempo, pero la segunda reflexión, la que nace de la pregunta de qué pintan en un viaje oficial y quién se lo costea, sí es, a todas luces, pertinente, como también lo relativo a uno de sus flecos, el de si apuntarse a un viaje de esas características, lleno de fastos sociales y sesiones fotográficas, constituye una buena manera de preservar la imagen y la intimidad, cosas que, como se sabe, se preservan en casa como en ninguna otra parte.

La foto de marras puede, desde luego, ser real o no, pero lo que sí es real, aparatosamente real, es la profunda estulticia que rige el mundo que vivimos.

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