Siete días trepidantes – Una difícil travesía en el desierto.


MADRID, 11 (OTR/PRESS)

Nos ha dado estos días por mirar hacia atrás, quién sabe si buscando un impulso para avanzar. A falta de ideas nuevas que alumbren la campaña electoral, los candidatos hablan de valores de siempre: desde la derecha, saben que apelar a la vida para condenar el aborto, por ejemplo, «vende» en un sector del electorado, lo mismo que la constante referencia a la unidad de España, amenazada por los nubarrones de septiembre. En la izquierda, el llamamiento es a un «cambio» algo impreciso, no del todo definido, que me recuerda a los eslóganes con los que Felipe González ganaba elecciones, allá por los años ochenta.
Estamos, parece, en una especie de «revival» continuo, quizá en un intento inconsciente (o consciente) de ignorar la magnitud del maremoto que, todavía en el subsuelo, se cierne sobre nuestras playas. Escucho con atención los discursos que se hacen en las convenciones preelectorales que este fin de semana han organizado, por cierto a escasos metros de distancia el uno del otro, PP y PSOE. Y constato que en ambos parlamentos hay mucho más de lo mismo.
Quizá por eso, me digo, triunfan ahora en cenáculos y mentideros, por un lado, las formaciones emergentes, que son una promesa de algo nuevo, pero que se me antoja nebuloso. Y, en el lado opuesto, se adueñan del panorama político y también triunfan esos volúmenes que escarban en el pasado, y sé bien del interés y la polémica que estos textos suscitan en las librerías, porque yo mismo soy autor de uno de ellos. Leo simultáneamente ahora el volumen de memorias de José Bono, el memorial sobre Juan Carlos I escrito por mi compañera Pilar Cernuda y la galopada por los casos de corrupción pasada en la que el jinete es el ex juez Baltasar Garzón: levantan pasiones en amplias capas de la ciudadanía interesada por eo que se llama «cosa política». Me dicen que decenas de libros sobre Franco y el posfranquismo, sobre el Monarca emérito, sobre los cuarenta años de la (primera) transición, sobre figuras tan significativas como Torcuato Fernández Miranda, aguardan un inminente pistoletazo de salida para llegar a ver la luz.
Es como si, ahora que están a punto de cumplirse las cuatro décadas desde que murió Franco, allá por noviembre de 1975, y se (re)instauró la Monarquía, estuviésemos aquejados de una urgencia por liquidar, por exceso, una era claramente pasada, aunque muchos aún no se hayan enterado, antes de dar paso oficialmente a una etapa radicalmente nueva. Eso explicaría el afán de cavar, bibliográficamente, en nuestra Historia reciente, ahora que parece que, por fin, como decía con gracia un amigo actor, parece que en España hemos dejado de hacer películas sobre la guerra civil para centrarnos en cosas más modernas.
Buceando en estos y otros volúmenes de temática semejante, me ha dado por pensar que quizá la esencia de la debilidad política en la que patentemente vivimos los españoles sea precisamente que nos debatimos en el contraste aún no resuelto entre ese pasado no definitivamente colocado en los anaqueles de la Historia y ese futuro lleno de incertidumbres, de formaciones políticas emergentes que quién sabe en qué pararán, pero que acabarán con el bipartidismo que nos gobernó hasta ahora. Es un período lleno también de contradicciones entre la macroeconomía, que va tan bien, y lo que sienten los bolsillos de millones de españoles desfavorecidos, parados o mileuristas.
Puede también que el meollo de la competición hacia La Moncloa -las municipales y autonómicas del mes que viene son apenas una valla en la carrera hacia la meta monclovita- se centre precisamente en estos dos polos. Es decir, en la opción que recela de los cambios, casi de cualquier cambio, porque, si todo va bien, ¿para qué cambiar?, y las demás opciones, que hablan de cambios de diferente pelaje, alcance y textura.
Lo que ocurre, ya digo, es que quienes piensan, al contrario que Lampedusa, que nada debe cambiar para que todo siga igual, no reconocen abiertamente esta postura inmovilista: son quizá los que más referencias hacen a la necesidad de producir transformaciones, sin nunca propiciarlas de veras. Y, por otra parte, quienes hablan de mudanza en tiempos de crisis, y quieren hacerla, no precisan lo suficiente de qué mudanza estamos hablando, y unas veces se quedan cortos y otras, otros, van demasiado lejos, sin apreciar que la realidad es la que es y no la que quisiéramos que fuese.
Quizá eso explique en parte los éxitos editoriales que nos retrotraen a un pasado que es un valor seguro, y que lo afianzan: habrá diferentes interpretaciones sobre lo que ocurrió, puede que se añadan nuevos datos y cotilleos que no se conocían. Pero ese pasado no exige esfuerzo por conservar lo que hay y, menos aún, por abrir nuevos caminos que nadie sabe hacia dónde conducen: lo que ocurrió, ocurrió. Es en descifrar lo que está por ocurrir, incluso lo que está ocurriendo, donde reside el alma de un estadista. Y de eso, mire usted, ahora no tenemos: tenemos muchos aspirantes a investigadores de la Historia, y numerosos voluntarios para contar su propia historia. Nos falta ahora el componente de lo nuevo, estamos huérfanos de planteamientos regeneracionistas. No hay más que escuchar los discursos de los candidatos en esta roma (pre)campaña electoral para, ay, comprobarlo.

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