EL EFECTO INVERNADERO, LAS LLUVIAS ÁCIDAS Y EL AGUJERO DE LA CAPA DE OZONO SE ACUÑARON COMO LOS OBJETIVOS DEL NUEVO SACRAMENTO DEL CLIMA

Los vividores del clima y las Cumbres de la Tierra

Los vividores del clima y las Cumbres de la Tierra

En 1972, la ONU organiza en Estocolmo la Cumbre de la Tierra, en la que participan 114 países, pero solo asisten dos jefes de Estado, Olof Palme, primer ministro de Suecia, e Indira Gandhi, primera ministra de la India, dos opositores a la política estadounidense. (Curiosa y desgraciadamente, los dos murieron asesinados. A la mandataria india la asesinaron tres miembros de su guardia personal, de la religión sij, en el marco de un clima hostil. La muerte de Olof Palme, en la civilizada Suecia, es más difícil de explicar y nunca fue resuelta. Era un hombre íntegro, defensor de la justicia y posicionado contra la política de Estados Unidos en Vietnam; muy crítico también con la Unión Soviética por la ocupación de Checoslovaquia, sensible al Apartheid y contra las armas nucleares, a favor de la autodeterminación del pueblo palestino y en contra de las dictaduras, fueran de izquierdas o de derechas. Un hombre molesto para el sistema, con demasiados frentes abiertos. Se les achacó el magnicidio a agentes de Pinochet al amparo de la CIA, a alguna facción del Partido de los Trabajadores del Kurdistán, y a un maleante drogadicto, llamado Christer Pettersson –una especie de Oswald—, que tras cumplir un tiempo de cárcel fue absuelto. Pero el enigma continúa).

Los dos ministros se mostraron en contra de los postulados de la Fundación Rockefeller, que establece que no hay recursos suficientes para que todos los habitantes del planeta tengan acceso a ellos. Muy al contrario, los dos disidentes, seguidos de un buen número de voces a su favor, sostenían que si los recursos naturales no llegan a todos es porque el modelo occidental es inadecuado y hay que cambiarlo. Se desprende que son los ricos los que están poniendo en peligro el planeta y no los pobres. Se crea a partir de ahí el Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA), y se dan cita para dentro de diez años. (El multimillonario, David Rockefeller, abogaba por el cese del crecimiento mundial. Apadrinó un think tank, el Club de Roma, que financió la realización de un estudio realizado por el equipo de Dennis Meadows, del Instituto de Tecnología de Massachusetts (MIT, por sus siglas en inglés), estudio publicado bajo el título The Limits to Growth (Los límites del crecimiento) que se convirtió en un éxito de ventas en las librerías).

Un informe encargado por Henry Kissinger dice: “No sabemos si el desarrollo técnico permitirá alimentar a 8.000 millones de personas, y mucho menos a 12.000 millones en el siglo 21”. Es así como Estados Unidos decide condicionar la ayuda destinada al desarrollo económico de los países en vías de desarrollo a los planes de control de la natalidad, de la mano, claro está, de los políticos y de las feministas de género y lobbies adláteres, a las que también se les financia y se les da relevancia y representatividad en las universidades y en la política. De esto ya hemos hablado en otros escritos, pero conviene incidir para dejar claro que las cosas tienen segundas y terceras lecturas una vez que se descorre el velo. Nada ha ocurrido al azar, sino siguiendo unos patrones meticulosamente programados.

Entre los ochenta y los noventa asistimos a un nuevo cambio excelentemente diseñado. Había que limpiar la imagen de las transnacionales que contaminaban y agotaban los recursos del planeta, siempre en favor del capitalismo salvaje. Para Jessica Mathews, exadjunta de Zbignew Brzezinski en el Consejo de Seguridad Nacional y administradora de la Fundación Rockefeller “el capitalismo y las transnacionales no son los responsables del deterioro del medio ambiente, sino que, por el contrario, los grandes consorcios y el mercado son la solución del problema”. Había que dotar a la clase industrial de una pátina de sentimentalismo responsable y una inclinación de mirada hacia los países menos desarrollados. Así, a golpe de eslóganes y propaganda, las empresas pasaron de ser las contaminadoras, a las protectoras del medio ambiente. Con trampa, claro está, como siempre.

Por esos días, James Gus Speth, exconsejero de Jimmy Carter para el medio ambiente y la citada Mathews crean el World Resources Institute (WRI), un think tank ecologista para presionar al Banco Mundial.

Financiado por varias transnacionales, el WRI se convierte en el primer organismo de este sector, que dispone de ingentes cantidades de dinero para el estudio del clima. A partir de ahí, se produce otro cambio estratégico importante: las políticas del clima ya no dependerán ni de la ONU ni de los Estados, sino que serán gestionadas través del mercado mundial, es decir, del capitalismo.

Simplificando, con la estrategia ya en funcionamiento, los años siguientes se destacaron por la aparición de ocurrencia tras ocurrencia. Se descubre el agujero de la capa de ozono y se prohíben los clorofluorocarbonos. Los países hegemónicos empiezan a mirar al Tercer Mundo y este pasa a ser uno de los leitmotivs más presentes, aunque con posturas siempre encontradas, pues mientras los países del Sur abogan por la existencia de leyes que regulen el acceso de todos a los recursos comunes, los neoliberales defienden la desregulación, es decir, eliminar leyes para facilitar el acceso de las transnacionales a esos recursos.

El concepto “desarrollo sostenible”, otra expresión sin historia, que habríamos de emplear hasta la saciedad en nuestro devenir cotidiano, aparece en el discurso medioambientalista, por boca de la Comisión Mundial de Medio Ambiente y Desarrollo. Se trata de una especie de término medio –también con trampa o doble lectura— entre ambas posturas, que concluye que el crecimiento industrial no debe ser enemigo de la humanidad, pero que es necesaria una regulación para evitar desigualdades, así como garantizar a las generaciones venideras, tanto del Tercer Mundo como de los países ricos, el acceso a los recursos.

Pero esto era una trampa mortal para los pobres, que, como señalamos en otro escrito, iban a colonizarlos imponiéndoles a través de sus líderes un control férreo de la natalidad, bajo el eufemismo “salud reproductiva”, otra expresión biensonante a la que ya nos hemos acostumbrado.

La desintegración del Challenger en 1986, pocos segundos después de su lanzamiento, traería grandes novedades al tema que nos ocupa. La NASA interrumpe sus vuelos y propone un plan como observadora del cambio climático a través de los satélites artificiales.

La intervención del director del Instituto de Climatología de la NASA, James Hansen, en una comisión del Senado con un discurso exageradamente alarmista, reactivó la teoría del “efecto invernadero”, pero no como la había planteado el científico sueco Svante Arrhenius en 1896, como algo positivo, dado que el calor que desprendían las fábricas libraría a la Tierra de una nueva era glaciar, sino como un perjuicio para la humanidad de consecuencias incalculables. Todo ello sin haber revisado la teoría; no obstante, consiguió atraer a los senadores a su causa. Es así como la NASA recuperó su presupuesto, a la vez que los ecologistas quedaban a cobijo del paraguas científico.

El efecto invernadero, las lluvias ácidas y el agujero de la capa de ozono se acuñaron como los objetivos del nuevo sacramento. A partir de ahí germina la histeria mundial sobre el clima, y los diferentes mandatarios protagonizan conferencias, cumbres, ruedas de prensa y visitas institucionales, siempre en la línea alarmista y manipuladora, con objetivos no siempre declarados. Se proponen iniciativas para modernizar la industria y se dota de medios informáticos a los investigadores del clima. Margaret Thatcher fue una de las abanderadas. Al mismo tiempo, se ejerce una tiranía inmisericorde sobre el ciudadano, convirtiéndolo casi en un delincuente medioambiental si utiliza aire acondicionado en lugar de abanico o si no recicla correctamente los residuos o tiene un coche viejo. (Es casi surrealista contemplar la exhibición de contenedores que los municipios han ido instalando para que los ciudadanos coloquen su basura, previamente diversificada. A eso lo llaman reciclar, y el ciudadano sufre la molestia de tener en su domicilio varios recipientes para depositar cartones, vidrios, latas y plásticos. ¿Por qué no legislan para que todo sea más racional? ¿Por qué no evitan tanto plástico inútil? ¿No es un despropósito que para un filete de cien gramos sea necesaria una bandeja de telgopor retractilada? Esto beneficia a las grandes industrias del plástico y demás productos de embalaje. ¿Por qué tiene que pagar el ciudadano los desmanes del sistema?)

Thatcher veía en el desafío climático una manera de sacar partido para emprender una nueva revolución industrial y que el Reino Unido asumiese el liderazgo científico mundial. Como primer paso, convence a los miembros del G8 para financiar el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático, y después el Hadley Center.

La mandataria británica arguye que el avance científico debe ser capaz de resolver el problema climático y pone como ejemplo la ciudad de Londres, que consiguió deshacerse del famoso smog. Como medida, cierra las minas de carbón y recurre al petróleo, al tiempo que apuesta por las centrales  nucleares. El descontento generado por esta iniciativa la obligaría a dimitir.

Los millonarios del clima

Poco a poco, empezaron a aparecer por todos los rincones “ecolojetas” portadores de palabras y actitudes rimbombantes, cuyo objetivo era vivir a costa del clima. Entre estos personajes cabe citar al neomaltusiano, Maurice Strong, coautor de la Carta de la Tierra, que trabajó para el Estado de Canadá; un corrupto caradura de los que hacen época.

Strong, que había conseguido que los anglosajones lo nombrasen presidente de la Federación Mundial de Asociaciones de las Naciones Unidas (WFUNA, por sus siglas en inglés), propició la Cumbre de Río de Janeiro de 1992, contando con la ayuda de su íntimo amigo, Jim MacNeill, director de Medio Ambiente en la OCDE y miembro de la comisión Trilateral, fundada por David Rockefeller y Zbignew Brzezinski. ¡Dios los cría, y ellos se juntan!

Curiosamente, a todos estos personajes, que forman parte de organismos internacionales, con nombres rimbombantes que inspiran respeto, los vemos inmiscuidos en casi todas las conspiraciones contra la humanidad. Son lobos disfrazados de corderos, que nunca buscan el bien común, sino satisfacer sus propios intereses personales, económicos y políticos.

Con un golpe de doble efecto, Strong consigue contentar a los grupos ecologistas, con múltiples atenciones haciéndoles sentirse importantes en la nueva estrategia global, pero reservándose lo más jugoso y lucrativo para las transnacionales, cosa que sustancia nombrando como consejero principal para la preparación del evento al multimillonario suizo Stephan Schmidheiny, otro ser corrupto y despreciable, que es jaleado por los progres del mundo como un filántropo de la ecología. Según algunas fuentes, amasó su fortuna a través de la empresa de materiales de construcción Eternit, y fue acusado en los tribunales a consecuencia de una investigación del Fiscal General de Turín por ser el mayor contaminador del mundo, de amianto, una sustancia altamente cancerígena, prohibida en la mayoría de los países desarrollados. (Schmidheiny contaminó a sabiendas o permitió la contaminación de la ciudad de Casale, donde estaban ubicadas las fábricas de su empresa, y eso provocó 2.900 muertos y 3.000 afectados).

Según nos cuenta el intelectual y fundador del grupo Voltaire, Thierry Maysan, Maurice Strong y el vendedor de armas saudita, Adnan Kashogui, compran el valle de Saint Louis en Colorado. Después crea la fundación Manitou con su mujer, Hanna, que se creía la reencarnación de una sacerdotisa hindú, y el Baca Ranch de Crestone, una especie de reserva multicultural con cabida para las diferentes religiones, donde existían templos budistas, cristianos, judíos, brujos, chamanes y todo el componente espiritual de la New Age.

En realidad, la pretensión era diluir la religión cristiana y que el personaje de Jesús de Nazaret quedase relegado a la altura de cualquiera de los santones que pululan por el mundo. Eso pretendía Gates I, el masón-illuminati, abuelo de Bill Gates, cuando militaba en la Sociedad Humanista, fundada en 1939. Como es natural, no nos asombra que personalidades del Instituto Aspen, como Rockefeller o Kissinger fueran al lugar a meditar. Laurence Rockefeller donó 100 millones de dólares para la causa. El fin de la era de Piscis y el comienzo de la de Acuario era una idea que se estaba integrando en el imaginario colectivo, y la cultura de la New Age era imparable.

Por esos años se acuñaron términos, se elaboraron teorías, proliferaron sectas de todo tipo y creencia, y se configuró la nueva religión laicista, del culto a Gaia, como ser vivo que siente, del cual los seres humanos seríamos parásitos que hay que erradicar, porque sobramos. De ahí su defensa del control de la natalidad y el eslogan, propio de psicópatas, “cuantos menos seamos, mejor”. A decir verdad, los que sobran son todos los “ecolojetas” que adoran al Sol y a las fuentes, pero que adolecen de empatía con sus semejantes. Así son los ritos y los dogmas de la nueva religión ambientalista financiada por todos los millonarios del planeta.

El creador de la teoría de Gaia es el científico, James Lovelock, inventor del detector de captura de electrones, otro de los adalides de la cultura del cambio climático, pero no tan atravesado como los anteriores.

En la Cumbre de Río, los debates fueron movidos, y se aportaron muchas propuestas. La  llamada Declaración de Río es un acuerdo entre Estados, y entre otras propuestas establece el principio de precaución: “…la ausencia de certeza científica absoluta no debe servir de pretexto para posponer la adopción de medidas efectivas tendentes a prevenir el deterioro del medio ambiente”.

Dejan sentado que los peores males que amenazan a nuestro planeta son la ignorancia y la opresión, y no la ciencia, la tecnología y la industria, que debidamente utilizadas son herramientas que permitirán a la humanidad acabar con males como el hambre y la sobrepoblación. Curiosamente, en el punto de controlar la población coinciden las transnacionales y los ecologistas, aunque con enfoques ligeramente distintos.

Se reconoce asimismo el derecho de las generaciones futuras al desarrollo sostenible, para lo cual el crecimiento no debe ser a costa del deterioro del medio ambiente, y se propone acortar las distancias entre países del Norte y del Sur. Estos principios se concretan en el llamado Programa XXI, donde se ven claramente las manos de Estados Unidos e Israel, que lograron que se eliminase cualquier alusión a los habitantes de países en conflicto. La guerra queda excluida de los factores que interfieren en el desarrollo y deterioran el medio ambiente.

Al final de la cumbre, los manipulados ecologistas de verdad se iban con la sensación de que habían puesto a raya a las transnacionales. Mientras tanto, estas se frotaban las manos porque sus intereses iban a ser defendidos por sus enemigos más cercanos. Una vez más, el sistema se las había arreglado para ganar. Ocurre como en los casinos: la banca nunca pierde.

¿Pero qué había ocurrido? La respuesta, aunque enrevesada, es a la vez sencilla, y deja al descubierto las maniobras que tienen lugar tras bambalinas. Las transnacionales temían la promulgación de normativas rígidas que fuesen en contra sus intereses y cuestionasen sus prácticas, cosa que resolvieron cabildeando para apartar cualquier idea contraria y promover la globalización económica.

Para este trabajo sucio, Strong y Schmidheiny contrataron a una empresa de relaciones públicas, la Burson-Marsteller, cuyo presidente, Harold Burson, era experto en identificar a sectores de la población a los que desactivaba agrupándolos en asociaciones para usarlos en la defensa de sus clientes, ignorando que estaban siendo manipulados. Esta estrategia la había utilizado en el pasado creando asociaciones de enfermos “para facilitar el acceso a los medicamentos que fabricaban sus clientes”.

Con todo este bagaje, Burson no tuvo dificultad en darle a la Cumbre una apariencia de legitimidad popular, cuando en realidad las decisiones ya estaban tomadas, en secreto y al más alto nivel, por un sindicato de transnacionales. Es decir, todo estaba pactado de antemano, pero no sería la última vez. A partir de ahí, todas las cumbres y encuentros internacionales estuvieron dirigidos desde las sombras, empleando esta estrategia de manipulación.

Hay que decir que con el negocio del clima y otras dudosas actividades, Maurice Strong, que nunca ha dado puntada sin hilo, se ha hecho multimillonario, igual que tantos otros. Como dato curioso, en el 2004, siendo secretario general adjunto de la ONU inauguró la Iglesia de la Cienciología de Nueva York. ¡Casi nada!

A partir de 1995, las conferencias sobre el cambio climático se hicieron  cada vez más frecuentes. El Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático y la Organización Meteorológica Mundial, partiendo de las conclusiones de Río, continuaron elaborando informes, a veces contradictorios. Si en uno de ellos se dice claramente que “se considera poco probable un aumento del efecto invernadero en las próximas décadas”, en otro se habla de una “influencia detectable de la actividad humana en el clima planetario”.

 Así, en el Protocolo de la conferencia de Kioto, en 1997, los estados firmantes, regidos por el principio de precaución de Río, se comprometen a reducir sus emisiones de gases de efecto invernadero, principalmente las de CO2. Pero aquí viene, una vez más, la ley y la trampa. Cada país recibe una autorización con un cupo de emisión de gases. Hasta aquí, bien. Pero los Estados en vías de desarrollo tienen que reconvertir sus industrias y hacerlas funcionar con energías más limpias, para lo cual necesitan financiación. Esto lo resuelven creando el Fondo de Adaptación, administrado por el Banco Mundial, y se les autoriza a que puedan vender los volúmenes no consumidos a los países industrializados. Es decir, los pobres venden su pobreza a los despilfarradores.

El encargado de redactar los estatutos de la Bolsa Mundial de Derechos de Emisión de gases de efecto invernadero es un abogado de la Fundación Joyce, llamado Barack Obama. ¡Sí, Obama! Aún faltaban unos cuantos años para que saliese elegido presidente, el presidente más progre de la historia de Estados Unidos, el primero que vulnera el código WASP.

Pero una cosa es firmar para salir en la foto “verde” y otra muy distinta es cumplir con lo acordado. Bill Clinton instruyó a los parlamentarios demócratas para que el acuerdo no fuese ratificado en el Congreso. Y así fue; el acuerdo no se ratificó. ¡Por unanimidad!

No hay que olvidar que el vicepresidente, a la sazón, era Al Gore, otro personaje al que se le puede considerar sin temor a caer en la desmesura, el máximo vividor del medioambientalismo de todos los tiempos, ecolojeta y engañador de mentes incautas. Él fue el inventor del bulo “efecto 2000”, aquel mensaje tan sinsentido que nos tuvo en ascuas hasta que sonó la última campanada de 1999 y las agujas marcaban el nuevo año. Los ordenadores no desencadenaron ninguna catástrofe, pero seguro que algunos ganaron dinero con ello. Hay que reconocer que, durante un tiempo, Al Gore fue para muchos una especie de santón verde, cuyas palabras eran irrebatibles, hasta que se le fueron descubriendo tropelías, entre ellas, que hacía negocios millonarios a costa del clima. Como ejemplo, él y David Blood, exdirector del banco Goldman Sachs, valiéndose de sus influencias, consiguieron inversionistas y crearon en Londres una empresa ecologista de inversiones, de nombre Generation Insvestment Management (GIM).

Durante el periodo de ratificación de Kioto fueron creadas múltiples empresas, organizaciones, comités y holdings que hicieron millonarios a muchos. No vamos a entrar en los detalles porque, además, por ser más cercano a nuestros días, es mucho más conocido. Así que solo esquematizaremos.

En Johannesburgo se trataron temas precisos, como el acceso al agua y a la salud, a las fuentes de energía, a la agricultura ecológica y a la diversidad de especies animales. Jacques Chirac lanzó un discurso de corte predicador aludiendo a la naturaleza mutilada y sobreexplotada, y a la humanidad sufriente.

Al Gore había sido designado consejero especial de la corona de Inglaterra, promotora del documental An Inconvenient Truth (Una verdad incómoda), presentado en el festival de cine de Cannes en el 2006, rodeado de una propaganda inusual. El éxito del film fue tal, que un año después fue galardonado con el desprestigiado Premio Nobel de la Paz.

Con la cinta se hizo una desmedida propaganda previa a la conferencia de Copenhague. La propaganda estaba dirigida por Inglaterra y Estados Unidos, que pretendían hacer de esta reunión una especie de aperitivo para la Conferencia de la Tierra del 2012, donde se revisarían los acuerdos de Kioto. Lo que se pretendía en Copenhague era conseguir que los europeos quedasen achocados y muertos de miedo ante las evidencias que presentaba el documental de Al Gore, y redujeran voluntariamente las emisiones de CO2. No por el bien del planeta, sino porque así las dos grandes naciones podrían contaminar más, comprando cupos de emisiones.

La Conferencia, de la que fueron excluidas las asociaciones ecologistas, era una reunión política, como todas, pero en esta iba a surtir un gran efecto el bombardeo mediático de corte apocalíptico. En el próximo artículo hablaremos sobre cómo manipularon a los ciudadanos con el 2012 para crear miedo e incertidumbre sobre catástrofes e incluso el fin del mundo.

(Del libro Conspiraciones contra la humanidad. La agenda de los amos del mundo, Salvador Freixedo/Magdalena del Amo, La Regla de Oro Ediciones, Madrid, 2017).

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Autor

Magdalena del Amo

Periodista, escritora y editora, especialista en el Nuevo Orden Mundial y en la “Ideología de género”. En la actualidad es directora de La Regla de Oro Ediciones.

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