Dicen, querido Antonio, que el pasado 28 de Mayo, último día de Feria en tu amada Córdoba -la Córdoba lejana y sola que te dolía profundamente en la distancia- y ¡fíjate qué fatal coincidencia! en una jornada en la que los españoles nos citábamos con las urnas para rubricar nuestro futuro más vecinal y cercano, te han visto surcar por esos “verdes campos del Edén”, de la mano de tu amada “Petra Regalada”, con el “manuscrito carmesí” bajo el brazo, inmerso en toda “la pasión turca” en busca de tu añorado “Troylo” y preguntándole al viento “¿Por qué corres, Ulises?”.
¿Dónde ibas, Antonio? Probablemente a descansar, pero como viejo andaluz -tu nacimiento en Brazatortas fue puro accidente- querrías hacerlo como los grandes señores de nuestra tierra, esos que cuando ven llegada su hora final, se deslizan sutilmente por los pasillos de su casa y sin molestar a nadie espetan discretamente: “Me retiro a mis aposentos”.
Así te has ido, querido Antonio, sin ruido ni alharacas dejando un profundo vacío entre los que te queremos y admiramos desde nuestra más tierna infancia por la amistad heredada de familia. No pretendo desde estas humildes líneas resaltar tu prolífica y exitosa carrera como escritor, dramaturgo o poeta, sino recordarte algunas vivencias y anécdotas que has compartido conmigo y algunos miembros de mi familia y que ponen de manifiesto tu singular personalidad y tu generosa humanidad.
He de confesarte que desde que era un chiquillo y cuando tú ya despuntabas en el panorama cultural de nuestro país, recuerdo las vivencias y anécdotas que me susurraban tanto mi hermano Enrique –tu amigo del alma- como la tata Isabel (vivo retrato de la desaparecida Isabel II de Inglaterra) y cuyas afamadas croquetas te volvían loco y fueron dignas de tu prosa poética en algún que otro genial ensayo de corte gastronómico. Me contaba nuestra añorada nurse –lo más parecido a una segunda madre- que te pirraba la jícara de chocolate que te ofrecía junto a la barrita de pan, merienda habitual de la chiquillería en la España de la posguerra, cada día que aparecías como vecino por casa de mis padres en busca de tu amigo Enrique para jugar y corretear por las aceras del Gran Capitán. Y que tú correspondías con las exquisitas tostadas de pan con mantequilla de Soria que tu señora madre le ofrecía en justa reciprocidad.
Tu hermano, tu amigo del alma, como calificaste a Enrique en algunos de tus libros y artículos, me narraba con absoluta pleitesía el reto que asumiste –¡oh, qué tremenda osadía!- con tan solo 17 años al pronunciar una solemne conferencia sobre la Hispanidad nada menos que en el Archivo de Indias sevillano, ante una nutrida legión de eruditos que quedaron estupefactos y literalmente con la boca abierta ante el enorme talento y sabiduría acreditados por ese joven imberbe cordobés que se atrevía a desafiar los conocimientos de los padres de la historia contemporánea. “Caramba, este chaval sabe más que nosotros”, exclamó algún que otro catedrático circunspecto ante tamaña lección magistral.
Mi hermano me contó en innumerables ocasiones de vuestras vivencias y correrías en el Colegio Cultura Española de Córdoba –más tarde sería La Salle-, así como en la Facultad de Derecho de Sevilla donde compartisteis habitación en un hostal de la Alameda de Hércules durante toda la carrera universitaria. En ese hostal paraban las coristas del Teatro Cervantes, que se destornillaban de la risa con tu ingenio, gracejo y simpatía. Empezaba a vislumbrarse tu singular personalidad y al Antonio Gala universal.
Siempre me trasladó su tristeza y profundo dolor en el episodio que le tocó vivir a tu lado en el campamento militar de Montejaque (Málaga) durante el ejercicio de las Milicias Universitarias, donde fue testigo directo de la tremenda injusticia que cometió el Ejército español al degradarte de tus galones de oficial ante todo el batallón formado en la citada institución castrense. Y todo por una carta de amor. Ese amor que ha presidido tu singladura vital durante toda tu existencia. Sospecho, querido Antonio, que ese supondría uno de los episodios más duros y amargos de tu vida, pero siempre consoló a nuestra familia el que ese suplicio íntimo y desgarrador no lo sufriste solo. A tu lado estaba tu amigo del alma.
Te reitero mi agradecimiento –ya lo hice en algunos de nuestros encuentros- por el amor y respeto vertidos por tu espléndida pluma en las cartas dirigidas a mis padres y a tu amigo del alma tras la muerte de mi hermano Ricardo, ese joven y prometedor actor con el que también jugaste en la niñez y que lamentablemente nos dejó antes de tiempo con las botas puestas encima del escenario. Difícilmente se pueden expresar unas letras tan sublimes, escritas desde el corazón y con la exquisita sensibilidad de la que siempre hiciste Gala, nunca mejor dicho.
Recuerdo también cuando aquel legendario programa televisivo “Esta es su vida”, que se grababa en los estudios de Miramar en Barcelona, dedicó una emisión a tu vida y milagros, tuviste la gentileza de llevarte como único amigo invitado a mi hermano Enrique, afianzando así el cariño que le profesabas y el reconocimiento a una vida entera de sincera y fiel amistad. Fueron momentos inolvidables que aún conservo en mi retina.
Como inolvidable fue aquella tórrida noche de agosto en la que nos encontramos casualmente en Chipiona. Fue en casa del malogrado Ricardo Naval, la “Tani”, donde acudí acompañado de mi prima Rocío Jurado y, por aquel entonces su marido, Pedro Carrasco. Yo había accedido a la localidad gaditana para hacerle un reportaje en su tierra a “la más grande”, que me acogió en su casa y por la noche nos acercó al recoleto bar de su amigo Ricardo para rematar una espléndida cena con la “penúltima” copa. Allí estabas tú junto a unos amigos con los que nos reunimos formando un corrillo, que acabó casi como un cuadro flamenco. Entre el cante grande y sentío de la Jurado, los bailes de la “Tani” y tu extraordinaria locuacidad, ingenio y gracejo al narrarnos anécdotas y pasajes de tu vida dimos la bienvenida al nuevo día. Un día que recuerdo como uno de los más divertidos de mi vida. Fue tremendo. ¡¡Qué noche la de aquel día!!, como cantarían los Beatles.
Mi hermana Mercedes, a la que profesabas especial cariño por su belleza y simpatía, me contaba que hace años se encontró contigo por las calles de Huelva. Después del afectuoso saludo, le trasladaste tu deseo de conocer Doñana y le preguntaste por alguien que te pudiera enseñar el afamado coto del sur de España. “Hombre, mira por donde Antonio, mi marido es el ingeniero jefe del Icona y podría llevarte cuando quieras”, le espetó mi hermana. Cuando visitaste el maravilloso paraje que estabas deseando conocer te sorprendiste gratamente, toda vez que en cada población que recorrías dentro del coto te esperaba la banda municipal de música con el Ayuntamiento en pleno para dar la bienvenida a tan ilustre personaje. Fue la sorpresa que te regaló mi cuñado Andrés, circunstancia que reflejaste con sumo cariño en unas de tus “Charlas con Troylo” en El País.
Podría reseñarte infinidad de anécdotas, querido Antonio, pero finalizo mi carta recordándote una de las últimas entrevistas que me concediste para un periódico cordobés allá por los años 90 –a la que pertenece la fotografía que ilustra esta misiva-. En nuestra charla en los salones del antiguo Córdoba Palace me arrojaste un titular que fue un auténtico bombazo: “El estado ideal del hombre es la bisexualidad”. No te imaginas el revuelo que se armó en nuestra ciudad por semejante aseveración, pronunciada por uno de los más destacados iconos culturales de nuestro país. Eran otros tiempos, Antonio, y tu valentía e íntima sinceridad no fue acogida con demasiada algarabía entre los prejuicios ancestrales de la época.
Me congratula a mí y a toda mi familia que tus restos mortales se queden para siempre entre nosotros, esparcidos por ese templo de la cultura que representa tu “Fundación Gala”, en la que bajo tu mecenazgo seguirán encauzando el talento de los jóvenes destinados a seguir el camino de la excelencia en las artes españolas. Y como tú mantenías que el olvido no existe, desde aquí me sumo a la petición popular de que el Gran Teatro de Córdoba lleve tu nombre.
Hasta siempre, Antonio. Un fuerte abrazo.
Luis Fernando Garrido
Editor y Periodista