Fernando Jauregui

Enrique Gómez del Prado: lo que el Mediterráneo se llevó

Hay gente a la que evocas cuando escuchas aquella canción de Serrat: «si les ronda la muerte disimulan, que para ellos la amistad es lo primero». Para mi amigo Enrique Gómez del Prado, enorme periodista, inmensa persona, que se ahogó el viernes en una playa levantina, la amistad era lo primero: lo demás, la profesión, el tiempo de ocio, incluso el amor que tan malas pasadas le jugó, venía después.

Conocí a Enrique en la Lisboa de la revolución de los claveles, donde yo era corresponsal y a donde él había llegado como enviado especial de la agencia Efe para cubrir un partido de hockey, creo. Hace de esto cuarenta y un años y desde entonces muchos episodios han jalonado nuestra vida de encuentros y nunca de desencuentros. Recuerdo su enorme cabreo cuando, parados en una venta en el puerto de Miravete, de regreso de un viaje profesional a Portugal, escuchamos el discurso falsamente aperturista de Arias Navarro aquel 12 de febrero. Era un sanguíneo: cuando se cabreaba, se cabreaba; y le duraba poco, como les ocurre a los tipos de gran corazón.

Le hicimos corresponsal del Diario 16 en Bruselas, ciudad que él conocía bien, y le fuimos a visitar en un par de ocasiones. En una de ellas, tuvimos que saltar por la ventana a la nieve cuando vimos venir al casero: el periódico no le enviaba su sueldo desde hacía meses y allá estaba él, penando en silencio, sin protestar más que lo justo. Quizá la muerte, disfrazada de bancarrota, le rondaba, pero para él la amistad iba, ya digo, primero, y luego nos fuimos a chez León a tomar unos mejillones, que él invitaba.

Nos había enseñado el valor de la música brasileña, donde había estado de corresponsal de la agencia Efe, allá por los primeros setenta. Y él, que era algo mayor que la alegre tropa que ocasionalmente nos juntábamos en la Ciudad de los Periodistas, nos enseñó algunas otras cosas de más valor: la generosidad sin límites, la lealtad más allá de lo imaginable, la pasión por la verdad costase lo que costase. Fue un todo terreno del periodismo, uno de esos ejemplares de agencia que no buscaba protagonismo ni ser popular, sino eficacia. Estuvo de corresponsal en Baleares, en Mérida, escribió kilómetros de teletipos, fue redactor-jefe del ‘Interviú’ de la mejor época, se metió en proyectos imposibles de puro altruistas, soportó graves enfermedades sin darles demasiada importancia, se bebió la vida como si cada día fuese el último. Y, mire usted por dónde, ahora que la paz llegaba a su entorno en el retiro alicantino donde olvidaba, viene el mar y se nos lo lleva quién sabe si a traición, quién sabe si en un abrazo con su querido Mediterráneo, que tanto habíamos frecuentado durante su estancia en Formentera, en la casa destartalada que compartía toda su familia con perros, gatos y un horrible palomo que más bien parecía un halcón, porque él recogía a cuanto ser desamparado se encontraba, fuese de la especie que fuese.

La penúltima vez fue de nuevo en Lisboa, en el 40 aniversario de la revolución del 25 de abril. Cantamos ‘Grándola’ por la Avenida da Liberdade, nos fuimos de fados por el Chiado y recordamos los viejos tiempos portugueses, de carreras, lulas, açorda y quizá a veces un poco de riesgo profesional. Alguien que le quería nos dijo entonces que quizá no le quedaba mucho. Pero quién iba a esperar que ahora, precisamente ahora, se nos iba a marchar tan impensadamente, sin poder despedirle. Adios, Enrique, un lujo de amigo.

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