Manuel del Rosal

Depravación: la madre y la abuela prostituían a la niña de 9 años

Depravación: la madre y la abuela prostituían a la niña de 9 años
Manuel del Rosal García. PD

No, no me voy a referir a esas dos mujeres absolutamente desprovistas de algo que pudiera justificar el llamarlas personas. Tampoco al hombre que se hacía pasar por abuelo. Estos especímenes de los homínidos más abyectos, más depravados, más miserables no merecen ser tratados como personas, ni mucho menos como animales, ya que los animales ni siquiera conciben semejante aberración.

Tampoco voy a referirme a esa mujer rusa que vendió a su hija de 10 años por una botella de vodka. La categoría de mujer le queda muy ancha, la de madre no se la merece; lo es porque un accidente biológico se lo ha permitido. Solo esas dos niñas pueden decirnos el infierno en el que han vivido, un infierno al que las condenaron sus propias madres biológicas, y digo biológicas porque se han quedado en eso, en la consecuencia derivada del acto carnal que les permitió concebir las vidas de esas dos criaturas. Algunas mujeres creen que el ser madre consiste en parir un nuevo ser que se asoma a la vida, para luego desentenderse de él o valerse de él para sus fines más miserables.

No, no voy a referirme a ellas, voy a referirme a esos hombres carentes de escrúpulos, endurecidos de corazón, miserables de alma – si es que tienen alma – depravados, crápulas, pervertidos, esputos de la naturaleza que ella misma escupe, leprosos de espíritu, portadores del cáncer de la insania, que se arrastran por el légamo sucio, verdoso y maloliente que ellos mismos generan cuando se van arrastrando por la vida como reptiles venenosos; esos desechos humanos que viven en los muladares de la depravación, del vicio, que solo tienen de humanos la forma. Son los hombres que compran las hijas a esas madres desnaturalizadas, desprovistas de corazón, de sentimientos, pervertidas por el vicio. Son esos hombres en cuyo interior anidan los gusanos de la podredumbre, las larvas putrefactas de la infamia, las llagas de la degeneración, la degradación y la depravación. Esos hombres que babean la espuma libidinosa de quien tan solo se sostiene en sus más bajos instintos. Esos hombres miserables ensopados en el sudor fétido de sus deseos perversos e inconfesables. Esos hombres que pertenecen a todas las clases sociales y que pueden caminar por las calles envueltos en la túnica impoluta y blanca de ciudadanos ejemplares o, al menos, de ciudadanos corrientes. Que pueden tener hijos de la misma edad que las niñas a las que han violentado. Son esos hombres a los que me refiero, esos compradores de inocencia, esos destructores de cuerpos y almas de niños y niñas inocentes que nunca podrán recuperarse de algo que no entienden y que les acompañará como un estigma el resto de sus vidas. Esos hombres que, como sepulcros blanqueados, acuden todos los días a sus trabajos, participan en los actos de la comunidad, «adoran a su familia»; mientras dentro de sus pechos solo existe el cáncer pútrido de su verdadera personalidad. Esos hombres de los que nunca o casi nunca se habla cuando saltan estas noticias a la prensa y a los medios de comunicación y que, en los casos en que se les detiene, pagan su crimen abyecto con unos años de cárcel que se reducirán por «buen comportamiento». A esos esputos sanguinolentos de la naturaleza que ella misma escupe y que reciben el pomposo nombre de «hombres», a esos son a los que me refiero.

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