Antonio Burgos

La cacatúa de Khashoggi

La tarta era tan grande que la sacaron en una parihuela

La cacatúa de Khashoggi
Antonio Burgos. PD

MI dilectísimo Ignacio Camacho, en una evocación inigualable y deliciosa, llena de enseñanzas para nuestros días, de la Marbella que se fue con el esplendor del difunto Adnam Khashoggi, decía ayer que recibir una invitación de aquel magnate que hacía exhibición de sus millones en el paraíso de «La Baraka», «era un salvoconducto para la sociedad de la apariencia».

Camacho conoció como pocos aquella Marbella de los 80 y 90, eterno enviado especial cada verano para sus crónicas deslumbrantes sobre una Costa del Sol de festolines y gunilas y Los Choris; de Deborah Kerr refugiada en su casa de Río Real; de Omar Sharif en los campeonatos de bridge que Perlac organizaba en el Don Pepe; de Julio Iglesias llenando campos de fútbol, y de los míticos grifos de oro del «Nabila» en Puerto Banús.

Crónicas que los apretujados veraneantes de Benidorm leían como si fueran capítulos de «Las mil y una noches». Al palmarla Khashoggi, Camacho ha evocado aquella Marbella y, a su vez, Rosa Villacastín lo ha recordado a él allí de plumilla, haciendo guardia bajo las estrellas a la puerta del Marbella Club.

Disiento, empero, sobre cuanto mi querido Camacho dice sobre lo que representaba recibir una invitación de Khashoggi. Yo la recibí. Y no por teléfono, ni por cédula de convite enviada por el correo de entonces, el ahora llamado redundantemente «postal». La recibí en persona.

Por brillantísima persona interpuesta. Nada menos que por el inventor de Marbella, cuando tras la independencia de Marruecos y con Pepito Carleton a la cabeza, el Tánger cosmopolita de Paul Bowles cruzó el Estrecho y desembarcó al pie de Sierra Blanca, entre buganvillas y microclimas casi tropicales. Hablo del irrepetible Alfonso de Hohenlohe, que vino al Hotel Don Pepe a invitarnos a Jesús Quintero y a servidor a la fiesta de cumpleaños de Khashoggi en su cerrado paraíso de «La Baraka», ahora convertido en «La Zagaleta», donde todo presidente de banco suizo o de multinacional tiene su ignorado y vigiladísimo asiento.

No supe nunca por qué Hohenlohe vino a invitarnos en nombre de Khashoggi. No fue ciertamente, y aquí mi disidencia con Ignacio, salvoconducto de nada. Quintero y servidor estamos ahora tal como estábamos entonces: completamente tiesos. Pero que nos quiten lo deslumbrado en aquella noche de las mil del traficante magnate.

De momento no nos mandaron para recogernos un coche, sino un cochazo. Con el que junto con Isabel mi mujer entramos en «La Baraka» Quintero y el guardia que suscribe entre los flashes de los que a la puerta aguardaban; entre ellos, los queridos Ignacio y Rosa ya citados.

Aquello no era una finca. Ni un fincón. Era una jodida barbaridad, helipuerto incluido. Pasamos por el famoso piano blanco, y vimos a la guapísima Lamia, y el peinado en plan «Los Simpson», pero con relojes de Cartier, de la niña de Khashoggi. Y tuvimos la suerte de estar en la cena sentados junto a Lola Flores. Ese fue el único salvoconducto que me dio Khashoggi, un privilegio: cenar con el arte de Lola Flores.

Y tras la cena de ensueño, vino la tarta del cumpleaños. No una tarta cualquiera. En vez de las velas colocadas en el pastelón, cada una de las candelas de los años que cumplía don Adnam la llevaba en la mano una bailarina del Lido parisino, traído ex profeso su ballet completo para la fiesta.

Y la tarta era tan grande que la sacaron en una parihuela como procesional, con cuatro maniguetas, cuatro cocineros vestidos del uniforme de su oficio. Y sobre la tarta, como símbolo de todo aquel absurdo derroche basado en lo que sabíamos y lamentábamos, una alcándara, sobre la que se agarraba una blanca cacatúa. Y fue entonces cuando Lola Flores, al ver la procesional tarta, me dijo:

-Mira, Antonio, el dinero que ha hecho este gachó vendiendo triquitraques. Y ni yo con mi arte ni tú con tu pluma, toda la vida eslomaítos de trabajar, hemos tenido ¡ni para comprarnos una cacatúa!

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