Así que el edil de Boston, sacando su capitán Renault interior, está consternado — ¡consternado! — al descubrir que el sector del taxi en Boston es un pesebre de enchufismo y favores.
Vaya, hasta que no lo leyó en el Boston Globe, a Tom Menino nunca se le había pasado por la cabeza que en el municipio al frente de cuyo consistorio lleva 20 años, los taxis reciban comúnmente el trato de siervos de la gleba, abusados por multimillonarios que vulneran la ley con impunidad. De no haber sido por la detallada denuncia del equipo de Spotlight, el alcalde seguiría sin tener idea de esos taxistas de Boston acosados, inmigrantes en su mayoría, que tienen que trabajar durante turnos agotadoramente largos como «contratistas independientes» para tener un salario.
Seguiría sin saber — sin pensión ni protección laboral, y sin seguro — de los sobornos y los favores que muchos taxistas se ven obligados a soportar si quieren conservar la plaza. Ni de los taxistas sin seguro que ponen en grave peligro financiero a pasajero y peatones. Ni de los inspectores de la policía de Boston que no hacen nada — y que dicen no saber nada — de la corrupción endémica de un sistema que posibilita que las cooperativas inflen las licencias de taxis de la misma forma que los terratenientes inescrupulosos inflaban el porcentaje de la cosecha a pagar en el Sur post-Reconstrucción.
Según dice Menino, estas revelaciones son novedad. «Me preocupa mucho», decía el alcalde durante una entrevista con el Globe la pasada semana. «No vamos a tolerar esta tontería». Menos cuando la tolera. La administración Menino «se hace la sueca ante este clima de explotación», informaba el Globe. «Lo que es peor, los funcionarios municipales — de formas tan sutiles como evidentes — lo permiten».
Castigado por toda la publicidad negativa, por no hablar del hecho de que la fiscalía federal ha abierto una investigación, Menino promete un examen transparente del sector municipal del taxi. Promete «renovar» la división de la Policía de Boston — e incluso hacer que deje de ser la responsable de regular el sector del taxi.
No seré yo el que ponga en duda el novedoso empeño del alcalde. Pero como la aversión al juego del capitán Renault en Casablanca, la inquietud de Menino por la explotación y el abuso de los taxis de Boston nunca fue algo que desconociera.
Cuando los taxistas estaban siendo atacados por pasajeros armados durante la década de los 90 y los primeros años del siglo, por ejemplo, el alcalde aparentaba evitar el tema. Sólo cuando algunos taxistas amenazaron con dejar de coger pasajeros en Roxbury y Dorchester, donde habían tenido lugar los peores ataques, la administración Menino se puso a trabajar. «No vamos a tolerar ninguna discriminación», advertía el alcalde.
El responsable de su división de taxis – Mark Cohen, ayer y hoy — acusaba a los taxistas de pretender «dejar sin servicio a algunos vecindarios deliberadamente». La mayoría de los conductores eran negros, y la insinuación de racismo era gratuita. En un momento en que el Departamento de Trabajo decía que los taxistas tenían más probabilidades que ningún otro trabajador de ser asesinados en el puesto de trabajo, también era algo insensible.
Las calles de Boston son hoy más seguras, pero los taxistas están igual de expuestos económicamente que siempre lo han estado, licuados por un sistema escorado en su contra durante décadas.
Las crueldades y los servicios de mala calidad documentados por la serie de investigación del Globe son verdaderamente desagradables, pero más desagradable con diferencia es el oligopolio que los permite con el visto bueno del Estado. El anticuado sistema de las licencias de taxi de Boston, que limita de forma arbitraria el número de taxis en el municipio a 1.825, es la verdadera razón de que el sector sea tan abusivo.
Al ser la oferta de licencias muy inferior a la demanda, su valor se dispara, enriqueciendo de forma masiva a aquellos que tienen la suerte de haber adquirido la licencia cuando eran baratas — y que defraudan a casi todos los demás. Los aspirantes a taxista tienen que elegir entre endeudarse fuertemente para hacerse con una licencia — el precio en Boston supera hoy los 625.000 dólares – o apoquinar para pagar una licencia de turnos de 12 horas.
Nadie concibe que el ayuntamiento tenga que fijar el número de librerías o de floristas que necesita Boston; que un funcionario público fije el número de taxis no es menos irracional. Lo que Menino llama «esta tontería» — la asfixiante y humillante injusticia que es el pan de cada día de tantos taxistas — no pasa porque sí. Es algo causado por la eliminación de la libertad económica. Puede curarse mediante la recuperación de esa libertad.
Si quiere ver más taxis en los barrios de Boston, más propietarios conduciéndolos, mejor servicio y precios más bajos, entonces quiere el final del oligopolio de las licencias. Tras 80 años del caos actual, va siendo hora de que Boston liberalice su sector del taxi.