El ‘Tren Burra’ de Valladolid

Por José María Arévalo

 (El ‘Tren Burra’, por el Paseo de Zorrilla de Valladolid. Foto de Godofredo Garabito )

El 10 de julio de 1969 realizó el “Tren burra” su último viaje, así que se ha cumplido este verano el 50 aniversario de su desaparición, Toda la prensa ha recogido esta efemérides y contado historias de su vida, muchas tomadas de “Valladolid Cotidiano. (1939-1958)” de José Miguel Ortega Bariego. Cuenta éste que el 10 de marzo de 1955 se convirtió en el principio del fin de la historia del tren burra, que ese día a la altura del Poniente, una furgoneta que trasladaba a un grupo de vecinos de Ciguñuela fue arrollada por el tren ocasionando dos víctimas mortales y ocho heridos, algunos de gravedad. El accidente sentenció al pequeño tren, al que pocos años después retiraron las vías que atravesaban la ciudad. El tren burra se puede ver en la actualidad expuesto en la Plaza de San Bartolomé del barrio de la Victoria.

De aquellas vías que cruzaban el vallisoletano paseo de Zorrilla tengo personalmente una experiencia muy negativa, porque, cruzando en bicicleta por el paseo, mi compañero Tonín Moneo se cayó por meter una de las ruedas en el rail que aún no había sido retirado en el verano de 1961. La caída fue aparatosa ya que íbamos en dos bicis de carrera modificadas para que fueran más cómodas, con una caja en un trasportín donde llevábamos instrumentos de cocina y viandas para subsistir un mes, y todo se desparramó por el paseo de Zorrilla. Él solo se hizo un arañazo en la rodilla. Habíamos salido con las bicis de Zamora el día anterior y dormido en el camping –ya desaparecido- próximo al puente de Simancas, en un viaje que emprendimos pedaleando a Zaragoza primero y –tras irnos en tren hasta Bilbao- después por toda la cornisa cantábrica hasta Avilés, donde mi amigo tenía a sus abuelos, y allí nos recogieron nuestras respectivas familias que nos llevaron, ya en coche, de regreso a Zamora, El desparrame de nuestras vituallas por la caída en los raíles del Tren Burra y algún incidente más posterior, nos aconsejaron al verano siguiente prescindir de llevar la comida en las bicis –aunque también comprábamos carne fresca a diario casi, que freíamos en sartén con una bombona chiquita de gas que también rodó por el Paseo de Zorrilla-, y optamos por comer de latas y baguette que adquiríamos por el camino, desde Barcelona a San Remo, en bici por toda la Costa Brava y Costa Azul. Ya lo contaré en mis crónicas de “Memoria familiar”, cuando las reanude, que las tengo paradas. De momento este apunte, apropiado en el día de hoy, que es mi “cumples”.

Pero volvamos al Tren Burra. En 1884 comenzó a circular entre Valladolid y Medina de Rioseco, y en esta zona era conocido como ‘Tren Burra’. El ramal de Palencia a Rioseco inició su rodadura en 1912 y por tierras palentinas se le conocía como ‘El Secundario’. En 1915 se puso en marcha de Medina de Rioseco a Palanquinos. Por tierras zamoranas y leonesas se le conocía como ‘El Charango’. Pero se popularizaron todos ellos como el ‘Tren Burra’.

(El ‘Tren Burra’)

Explica “Vallisoletvm” que aquella silueta entrañable a la que se llamó así porque circulaba muy despacio, formó parte durante muchos años del paisaje urbano de una ciudad habituada al trayecto que cubría desde la estación de San Bartolomé a la de Campo de Béjar por el puente, las Moreras, el Paseo de Zorrilla y vuelta, un par de veces al día, para después hacer el viaje hasta Medina de Rioseco.

El pequeño tren nació no solo para facilitar el desplazamiento a la capital de los habitantes de los pueblos del recorrido, sino también para transportar esencialmente cereales, la riqueza natural de la comarca de Tierra de Campos, y también remolacha, legumbres y hasta piedra de las canteras de Villanubla, a veces un peso excesivo que había que aliviar abandonando los viajeros su vagón para que la pequeña locomotora tomara carrerilla y pudiera salvar la cuesta de Zaratán pasando “las de Caín”, casi al borde del síncope entre humaredas y grandes resoplidos. En invierno, cuando nevaba, era preciso echar tierra en los raíles para evitar que las ruedas patinaran con lo que el viaje cobraba una dimensión aventurera de final incierto, aunque por lo general feliz.

El desplazamiento desde Valladolid a la estación de Medina de Rioseco venía a durar una hora y media. Las paradas obligadas del trayecto eran las dos de la capital, Campo de Béjar y San Bartolomé, y las de Zaratán, Villanubla, La Mudarra y Rioseco, además de dos apeaderos, Torozos y Coruñeses, que eran discrecionales. El trenecillo se detenía si había viajeros o previsión de que pudiera haberlos, de modo que la hora de llegada era siempre aproximada.

Había dos tipos de billete, primera y segunda clase, cuyo precio a finales de los cuarenta, oscilaba entre ocho y cinco pesetas, ida y vuelta.

El pequeño tren de vía estrecha era para muchos vallisoletanos un amigo con el que se encontraban a diario, en cualquier parte de su trayecto  urbano. Aquella imagen vivida casi a diario pertenece ya a un lejano rincón de la memoria. No está el trenecillo, ni las vías que le marcaban el recorrido por la ciudad.

“Al entrañable tren de nuestra infancia le empezaron a cercar los problemas porque su propia Compañía descubrió que no era rentable frente a otros medios de transporte y las autoridades vallisoletanas, que ya diseñaban una urbe moderna, querían eliminar a toda costa el anacronismo de un convoy que aún moviéndose a paso de tartana seguía siendo un peligro”.

El Norte de Castilla publicaba en julio pasado una crónica, desde Palencia, de Ricardo Sánchez Rico, que recogía una entrevista con Julián González Prieto, hijo del maquinista del ‘Tren Burra’ con el que hizo numerosos viajes de niño, y que ha escrito un libro, ‘El Tren Burra y Buenseñor’, y ha sido protagonista de reportajes en prensa y televisión.

González Prieto insistía en que el tren de Palencia a Rioseco se hizo fundamentalmente «por motivo del transporte de mercancía». «A lo largo de todo el recorrido hay muchos silos para el transporte de cereal, de remolacha… El tren contribuyó mucho a que desapareciera el transporte por el Canal de Castilla. Así como el ‘Tren Burra’ acabó con el Canal de Castilla, el transporte por carretera de camiones acabó con el ‘Tren Burra’», añade.

Según Google Maps –escribe el cronista-, desde Palencia hasta Palanquinos (León) se tarda por carretera una hora y quince minutos, a través de la CL-615 y la A-231. Pero, si para hacer ese viaje uno se retrotrajera en el tiempo hasta 1969 y se subiera al ‘Tren Burra’, el tiempo se iría hasta las ocho horas y quince minutos. Ya saben los lectores el porqué de su nombre, aunque el palentino Julián González Prieto, de 81 años, maestro desde los 19 años y jubilado en León, donde se casó y reside, diga que en alguna ocasión escuchó decir que al tren se le puso ese nombre «porque había matado un par de burras en sus trayectos».

«Había un itinerario que era de Palencia a Palanquinos (León), salía a las 9:15 horas de Palencia y llegaba a Palanquinos a las 17:30 horas, haciendo una parada sobre las 13:00 horas en Medina de Rioseco para comer. Desde Medina de Rioseco a Valladolid había otro tren distinto. El tren normal iba de Palencia hasta Palanquinos y el otro recorrido en Medina de Rioseco hacía transbordo y algunos viajeros iban hasta Valladolid. Medina de Rioseco era el centro neurálgico del ‘Tren Burra’. Había un ramal que salía de Villalón e iba a Villada, era más que nada de mercancías, solo había un viaje al día de ida y otro de vuelta», recuerda Julián González Prieto, que incide en que el verdadero nombre del ‘Tren Burra’ era ‘Ferrocarriles Secundarios de Castilla’.

(El ‘Tren Burra’ se puede ver en la actualidad expuesto en la Plaza de San Bartolomé del barrio de la Victoria)

La infancia de Julián González Prieto está íntimamente unida al ‘Tren Burra’. «Mi madre es de Villafrades de Campos, entre Villarramiel y Villalón, y yo, cuando iba de niño al pueblo, iba con mi padre en el tren. Mi padre, que era de Palencia, conoció a mi madre por el tren, se conocieron en los viajes que hacía mi padre a Palencia. A mí me hacía una enorme ilusión ir con mi padre en la máquina del tren. Los compañeros de mi padre me llamaban ‘Julianín’, y mi padre me decía que tocara el pito, un alambre que colgaba y que, tirando de él, sonaba y avisaba de que llegaba el tren», relata este maestro palentino.

«Mi padre era hospiciano. Cuando salió del hospicio con 17 años, empezó a trabajar en la construcción del ferrocarril poniendo traviesas. Cuando ya estuvo todo montado, pasó a ser fogonero, después fue maquinista y cuando empezó con los automotores el ‘Tren Burra’, fue el primero que condujo un automotor, aunque por el problema del gasoil, que le afectaba a la garganta, tuvo que volver a la máquina de vapor», evoca Julián González, que tiene mil y una anécdotas de esos viajes.

«Mi padre había oído comentar a dos señoritos de Castromocho que decían que, al llegar a la cuesta de la Treinta palentina, se iban a bajar para ‘cagar’ e iban a volver a subir al tren, porque les daba tiempo. Entonces mi padre le dijo al fogonero que se preparara para cuando subieran la cuesta. Al llegar, los señoritos se bajaron y mi padre le dijo que echara paletadas de carbón y cogió tal presión la máquina que cuando quisieron coger el tren, ya no pudieron. Mi padre se paró un poco después y les dejó montar. La Treinta era una cuesta dura, como la de Zaratán, la de los Montes Torozos o la de Gigosos, en León», señala.

Julián González Prieto recuerda también de forma entrañable cómo el ‘Tren Burra’ «siempre llegaba con retraso», y cómo fue cómplice del estraperlo en una época de gran escasez económica. «Sobrevivíamos dándonos al estraperlo, lo hacíamos con el pan blanco. También se hacía con la carne, iban las mujeres en el tren hasta Rioseco y había tiempo para comprarla y regresar. Mi padre estaba tres días de viaje y al cuarto regresaba y descansaba, el día que venía traía dos sacos llenos de pan blanco. Los ‘consumeros’ estaban a la salida de la estación y requisaban lo que traía la gente. El día que venía con los sacos, al pasar por las paredes del cementerio viejo de Palencia tiraba los sacos y estábamos mis hermanos y yo esperando para recogerlos e ir por el parque móvil hasta casa, que yo me crié en la calle Valentín Calderón. Allí, después repartíamos a los clientes el pan blanco», apunta el maestro palentino.

«Los vagones eran de madera y en el centro había una estufa de carbón para calentarse en invierno y asar castañas y patatas. La gente de los pueblos iba a mi padre a pedirle agua caliente de la máquina y llegaba un momento en que no podía darles más porque se quedaba sin presión», concluye Julián González.

En fin, una parte de la historia de nuestras vidas que ya se nos ha ido, pero que recordamos con cariño.

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Tres foramontanos en Valladolid

Con el título Tres foramontanos en Valladolid, nos reunimos tres articulistas que anteriormente habíamos colaborado en prensa, y más recientemente juntos en la vallisoletana, bajo el seudónimo de “Javier Rincón”. Tras las primeras experiencias en este blog, durante más de un año quedamos dos de los tres Foramontanos, por renuncia del tercero, y a finales de 2008 hemos conseguido un sustituto de gran nivel, tanto personal como literario.

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