"No la creo éticamente reprochable"

Voluntad de unos y responsabilidad de otros

Los derechos de las personas ante el proceso final de la vida y su regulación

Lo que no se puede hacer por representante es disponer de los bienes para después de la muerte (el testamento)

(Ángel Aznarez, notario).- «No hagas a los demás lo que quieres que te hagan a ti, porque ellos pueden tener otros gustos». Bernard Shaw. Este escritor, que respeta mucho a sus lectores, desearía que se entretuvieran leyéndole; más aún, hasta los mecería tiernamente cantando unas nanas. Esto último es difícil, ya que entre él y ellos, se interpone el tema o asunto, con frecuencia muy serio, lo que obliga al «artista» a hacer piruetas como de acróbata de circo, subido en un reducido taburete, que eso es un artículo.

Por ejemplo, en «Las paradojas» (19 de junio 2011) se denunciaron hechos graves, que, por no ser la gran mayoría de los lectores delincuentes de cuello blanco, en una primera lectura pudieron quedar perplejos; aunque menos en la segunda. Hoy seguimos escribiendo de un asunto de enjundia, que, los ciudadanos mis lectores, tienen derecho a saber, pues les afectará mañana o pasado mañana, y con el fin de que no ocurra u ocurra menos eso tan lamentable que consiste en que muchos hablen y pocos sepan.

En postura preparada, pues, para las piruetas, comenzamos. La exposición de motivos del proyecto regulador de los derechos de las personas ante el proceso final de la vida declara que entre ellos no está la «eutanasia», manteniendo vigente el «auxilio o inducción al suicidio», que es modalidad del delito de homicidio. Y ya hay que hacer advertencia de cuidado y para no fiarse, pues con las exposiciones de motivos pasan cosas muy raras; que son estupendas si concuerdan con lo que se escribe luego en los artículos, y que son muy malas y dañinas si aquéllas con éstos disputan o discrepan.

Lo último pasó con la exposición de motivos de la ley de Régimen del Suelo y Valoraciones del año 1998, que fue redactada para un proyecto legislativo, que, en la tramitación parlamentaria, fue sustancialmente cambiado. Se modificaron artículos y no se «tocó» la exposición de motivos, lo cual planteó problemas de envergadura en un asunto fundamental, cual es la fijación del justiprecio en las expropiaciones. Otro cisco o tiberio se armó con el preámbulo del Estatuto de Cataluña, sentenciando el Tribunal Constitucional (STC de 28 de junio de 2010), al estilo de los oscuros vaticinios de la pitonisa de Delfos, que «la carencia de valor normativo (de preámbulos o exposiciones de motivos) no equivale a carencia de valor jurídico».

El proyectista de la ley «ante el proceso final de la vida» reitera en su exposición que busca «la certeza jurídica y precisión en las obligaciones». Como ya tenemos manuales para todo, incluido uno de Antropología literaria (del asturiano José Luis Caramés), debería haber uno de Psicoanálisis aplicado a las leyes, con citas del médico Freud, que aseguró que cuando alguien reitera, es que el reiterante tiene muchas dudas (antes de escribirlo aquel médico, ya la sabiduría popular había refraneado: «Dime de qué presumes y te diré de lo que careces»). La exposición de motivos termina: «Por último, en cuanto al objeto de la ley, cabe reiterar que ésta se ocupa del proceso final de la vida, concebido como un final próximo e irreversible. Asombra que eso, que es esencial, sea lo último teniendo que ser lo primero.

Dejando la exposición de motivos y ya en el texto articulado, sorprende que se escriba de derechos «para el final de la vida», que no es exacto, pues entre ellos hay derechos que son de los pacientes en cualquier tiempo, como el consentimiento informado, que no fue ocurrencia de políticos sensibles, sino exigencia de la ética biomédica, que nació hace más de sesenta años a causa de las atrocidades de los regímenes de Hitler y de Stalin.

Lo nuclear del proyecto está en el artículo 6 («Derecho a la toma de cesiones») y en el artículo 15 («Actuaciones de los profesionales médicos respecto a la voluntad del paciente»), debiendo hacerse, antes del comentario, dos puntualizaciones: a).- Todo es referido a un momento vital concreto y extremo (final de la vida), no ante cualquier enfermedad; ante pacientes en estado terminal o de agonía. b).-Pocas veces el legislador habrá de transitar con tanto peligro entre hilos sutilísimos; pocas veces el legislador tendrá tantas dificultades para deslindar entre lo que permite y lo que castiga con prisión.

Quizá no exista problema más difícil a resolver que garantizar la voluntad del enfermo, su cuidado, su dignidad, y la seguridad jurídica de los profesionales sanitarios. Y como ejemplo de sutileza, el Catecismo de la Iglesia Católica, que en el número 2278 distingue entre el ilícito provocar la muerte y el lícito aceptar no poder impedirla.

Una persona en situación terminal (enfermedad avanzada, incurable y progresiva, sin posibilidades razonables de respuesta al tratamiento, con pronóstico de vida limitada a semanas o meses) o agónica (que precede a la muerte) tiene derecho (art.6) a rechazar las intervenciones o tratamientos propuestos por los profesionales sanitarios, aunque se acorte su vida o se la ponga en peligro inminente. Esa voluntad, conformada como derecho del enfermo terminal o agónico, los profesionales sanitarios la han de respetar, quedando excluidos de cualquier responsabilidad (art.15). Este es el nudo gordiano de la cuestión.

Y ahora, el lector/lectora opinará y podrá elegir estar de acuerdo o en desacuerdo. Han de saber que aquello (arts. 6 y 15) es lo vigente en Francia por la ley -no de eutanasia- denominada con el apellido de su autor: el senador Leonetti; y eso mismo es la doctrina jurisprudencial del Tribunal Constitucional Alemán (Karlsruhe), después de una importante sentencia de hace un año, con el texto y el contexto de la legislación (germánica) restrictiva por los horrores de eutanasia cometidos durante la Alemania nazi.

Mi pensamiento por teoría y práctica: cumplidos los requisitos de tiempo (en el final irreversible de vida) y de estado (terminales y agónicos), verificada la voluntad del paciente, sin admitirse interpretaciones extensivas de la ley, la interrupción de ciertos tratamientos, además de legal (una vez aprobada la ley), no la creo éticamente reprochable. En aquellas condiciones, la voluntad del enfermo no es la voluntad tiránica a la que me referí al final del artículo antes del descanso eterno (el tirano es el único que puede hacer siempre lo que le da la gana, y este no es el caso).

Sin duda que los problemas son muchos. La decisión del paciente, que está en fase terminal o agónica, de interrumpir los tratamientos ha de ser libre, luego ha de ser consciente. No es fácil en esos estados finales tener plena consciencia y poder comunicar la voluntad (el ser humano ni tiene consciencia al nacer ni la tiene muchas veces al morir).

Y aquí introduzco a mi biografía: hace años (con posterioridad a 2002) fui llamado a redactar en un hospital las «instrucciones previas» de una persona, de cierta notoriedad y que no la había tratado personalmente antes; se encontraba en fase terminal (no de agonía); esa persona, por su enfermedad agresiva, ya no veía, apenas oía y, por supuesto, no podía firmar; respondía a mis preguntas sólo con monosílabos. Acaso por «sentirme» él angustiado por muchas dudas, de repente y con dificultad, me dijo: «Conocí mucho a su madre, con la que hablaba al subir juntos, ella y yo, en el ascensor de su casa». Esa frase la interpreté emocionado como una manera indudable de indicarme: «Sé lo que digo, aunque sea con monosílabos, y sé lo que quiero». Por supuesto, se firmó el documento de «instrucciones previas».

Muchos más problemas (aquí y ahora, para llegar a una conclusión que juzgo sorprendente, ruego al lector/lectora que me permita hacer unas reflexiones, acaso un tanto aburridas, pero importantes hasta el punto de que en ellas está el origen del Estado moderno y más tarde el representativo actual). Resulta que la voluntad manifestada de interrumpir los tratamientos, en las precisas condiciones que han de darse, puede efectuarse igualmente por representante.

A los juristas romanos, que eran muy juristas (luego desconfiados), les gustaba muy poco que los actos jurídicos de una persona pudiera hacerlos otra en su nombre; les asombraba, casi como un portento, la representación por ser cosa de ubicuidad (poder estar en todas partes) y de bilocación (poder estar en dos al mismo tiempo).

Llegó después la Iglesia con su Derecho Canónico, repleto de vicarios y de vicariatos, resultando la representación muy útil para su organización. Los teólogos se entusiasmaron, haciendo de la representación cosa divina, pues representar es hacer presente lo que está ausente y representar es hacer visible un ser invisible por medio de un ser presente. O sea, como Dios.

Los alemanes, ya en el siglo XIX, remataron con su indigesta (como todo lo alemán, desde la metafísica a las salchichas) teoría de la representación. Llegamos así al hoy, en el que «casi» todo se puede hacer por representante; incluso decidir si se interrumpen o no los tratamientos en la fase última de la vida. Y aquí salta la sorpresa, como una liebre loca: el «casi» es porque lo que no se puede hacer por representante es disponer de los bienes para después de la muerte (el testamento).

Sólo dos veces el Código Civil emplea un superlativo (los superlativos son atractivos en la literatura, pero repelentes en lo jurídico), y la vez principal es en referencia al testamento: «personalísimo», dice el artículo 670. ¡Qué curioso! Nuevamente se anima al lector /lectora a que saque sus propias conclusiones, que pueden ser diferentes según sea marxista o idealista. Y naturalmente, admitir la representación en el «proceso final de vida» aumenta enormemente los problemas del problema, que, por ahora, no podemos tratar. Y siempre dando por supuesto la «lucidez» del receptor de la voluntad del enfermo, sea jurista, médico o demás, lo cual -se reconoce- es suponer mucho.

Próximamente analizaremos el documento de la comisión permanente de la Conferencia Episcopal española sobre la proyectada ley. Se advierte ya que lo haremos con críticas, aunque con los límites críticos fijados por Juan Pablo II en el número 4 de su Encíclica Redemptor hominis. Posiblemente se volverá a citar a Bernard Shaw, que escribió en un inglés perfecto (como irlandés que fue) maravillas sobre herejes e inquisiciones, alteridades y contrastes. Se tratará incluso de mecer o acunar a algún obispo, lector mío, y ello por coherencia con lo escrito en la segunda línea de este artículo; no obstante, por tanta mitra de obispo o gorro, con ínfulas colgando por detrás, puede ello ser de engorro.

 

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Autor

José Manuel Vidal

Periodista y teólogo, es conocido por su labor de información sobre la Iglesia Católica. Dirige Religión Digital.

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