'Tengo que volver a hablar del cacharro de plástico', escribe Chacel
(Lucía López Alonso).- Celebrar a Teresa, en este V Centenario, puede ser no sólo celebrarla a ella, sino tener presentes a todas esa mujeres que, antes y después de Teresa, escribieron desde ese lugar («en donde todo sabe a lo que quiere un alma», según sus palabras) adelantado a las cosas visibles de cada época.
Dulces en el corazón. Las medievales.
Doctora de la Iglesia como ella, Hildegarda de Bingen, la visionaria del Rin, dirigió un monasterio de dieciocho monjas sin el hierro de los cilicios tan común en la dura religiosidad medieval. Su maestra había muerto recluida por voluntad en una celda de ocho pies, pero Hildegarda prefirió abrir «la clausura de las cosas místicas» escribiendo las más de veinte visiones que tuvo a lo largo de su vida. «He sido instruida en el interior de mi alma. Por eso hablo entre dudas». Pero quizá esa humildad roce la mentira en boca de una de las mujeres más influyentes de la Baja Edad Media, médica, pintora y compositora además de líder monacal.
Hadewijch de Amberes, la mística medieval de la que se conocen dos series de poemas y treinta y una cartas, lo expresó claramente: «Vela por ti misma y organiza tu tiempo». Estarás preparada para todo lo exterior si encuentras tu interior. Así que lo que hizo fue escribir para encontrarse. «Pero aquí no me sirve el neerlandés ni tampoco las palabras»: lo que halló dentro de sí fue un sentimiento que sólo se podía expresar con las palabras más bonitas y rotundas del mundo. Lazo luz carbón fuego rocío fuente infierno vida.
Victoria Cirlot lo analiza en su libro La mirada interior, donde también estudia la escritura mística de Matilde de Magdeburgo. Autora de La luz fluyente de la divinidad, en donde la luz no queda estática, sino que desciende a entremeterse en las vulgaridades de los hombres. A los cacharros de Santa Teresa. «Este libro es trino / y me designa a mí solo». Y por eso, por no encontrar dudas en sí misma, por declararse escritora cuando pocas mujeres tenían derecho a leer, recayó sobre ella amenaza de hoguera. «Ay, Señor, si yo fuera un hombre religioso y letrado».
A lo mejor no todas fueron santas, pero por mujeres se sintieron siempre cerca de la madre: «Señor Dios, no es admirable que la lanza que hendió tu cuerpo penetrara el alma de tu gloriosa madre que te amaba tan tiernamente», escribe Margarita de Oingt. Porque dicen que la única relación erótica esencial es la que enlaza el dolor del hijo al de la madre, que lo aleja de él en dirección vertical, en un gesto de pietà.
Casada y con hijos estaba Ángela de Foligno cuando tuvo una experiencia mística en Asís, inmensamente sensible a la imagen pintada de Jesucristo y los santos. La locura formaba parte de la nueva espiritualidad, o quizá sólo fuera una claridad que la Iglesia oficial no estaba dispuesta a tolerar.
Y es que resulta espectacularmente moderno que Margarita Porete escribiera, en pleno Medievo, que «el conocimiento de mi nada me ha dado todo (···) y la nada de ese todo me ha arrebatado la oración y la plegaria». Que para ella su experiencia de amor fuera como la nada. Sin ritos ni algarabías. Reposada de todas las cosas. Era una mística, pero no la comprendieron. Beguina mendicante, esperó la hoguera en las cárceles de la Inquisición.
Sabias en los sentidos. Las barrocas.
Hay en el Museo del Prado un cuadro de Velázquez que es un retrato de Jerónima de las Fuentes, la monja a la que se conocía como «la hermana menor» de Santa Teresa de Ávila. Anciana pero a punto de partir a las misiones, donde moriría fundando, porta un arma en la mirada y otra en la mano: un crucifijo. El maestro cortesano le dio a su plástica el aplomo de una personalidad que debió de ser firme y real como la Contrarreforma, contra las abstracciones intelectuales de la Reforma protestante.
Contemporánea de Teresa también fue otra fundadora, la agustina recoleta Mariana de San José. Dicen de ella que sólo dormía dos horas al día y que, líder persuasiva, no podía acomodarse a las muestras de cariño que en la sociedad del Siglo XVII se esperaban de toda mujer. «Dame también que tenga en poco gusto de criaturas», pide uno de los poemas de esta venerable que, hermosa desde niña, fue retratada por Pereda y también, precisamente, por una mujer: Francisca de San José. Cuando se contempla la fachada del Real Monasterio de la Encarnación, donde hace poco se presentaron sus Obras Completas, se entiende el misticismo de Mariana: lo instructivo de los títulos de sus poesías y lo «suavísimo» de su contenido. «Y sin ti, no sé quietarme. / Y cuando en ti, por ti vivo / y doy y tomo y recibo, / en ti y por ti sé gozarme».
Libres en la conciencia. Las de ayer.
Precisamente desde los Siglos de Oro de la literatura española avanzan -hacia la eternidad- las pingüinas arrabalaicas a quienes quedan unos días en las Naves del Español de Matadero (Madrid). Familiares de Miguel de Cervantes (la abuela, la hermana monja, la madre, las hermanas…), Fernando Arrabal las define como quijotas, dervichas, cervantas, «aventureras, pecadoras, santas… (···) transgresoras, bohemias y místicas». Porque han muerto de amor y, gracias a eso, han alcanzado la trascendencia. Es decir, la libertad.
Con la posmodernidad, no terminaron los sacrificios injustos. Si ya no pasaban por ser un atavío religioso, se convirtieron en el pequeño papel histórico de muchos: se empezó a morir por la guerra en sí. Por la patria. Por otros dioses. Por eso el medievalista TS Eliot, cuando escribió tras la Primera Guerra Mundial el más triste poema de la Edad Contemporánea, La tierra valdía, citó a la mística Juliana de Norwich. «El pecado es necesario, pero todo acabará bien».
Los libros escolares, llenos ya de muchas vergüenzas, tuvieron que escribir nuevas tragedias que sucedieron sin que la razón diese una razón. Por eso hizo falta que lo racional de la filosofía se colocara más cerca de lo humano; se volviera arte, mística o poesía. Ése es el pensamiento de María Zambrano -tan similar al de Weil, al de Arent y al de Stein, la filósofa mística y carmelita canonizada por Juan Pablo II-, que silbó su filosofía (El hombre y lo divino, entre otros múltiples libros…) para perderle miedo al bosque, como ha escrito Chantal Maillard. Sola, exiliada, pero siempre conectada a la parte ancestral del ser.
También refugiada a veces en Kierkegaard, a veces en Juan Ramón Jiménez, pasó la poeta Rosa Chacel su exilio. Escribiendo sobre «la flor exquisita de la locura con que Cervantes engalana a Don Quijote» o sobre cómo se abrió -también como flor- Fray Luis de León a su destino de contemplación. «Tengo que buscar incansablemente, tengo que ver si hay un medio de sacralizar la vida, tengo que volver a hablar del cacharro de plástico, haciendo del chisme más insignificante el signo más significativo, instalando su existencia entre los dotes -entre los dones- místicos de la Eternidad. Porque ¿cuándo nació el cacharro de plástico…? Después, mucho después de andar siglos dando vueltas al torno del alfar«, escribió la esposa de pintor. Una meditación que podría haber salido de boca de la propia Teresa de Jesús, como su metáfora de los pucheros.
Igual que los primeros Cervantes, las Vidas de Santa Teresa se salvaron de perecer en El Escorial durante la guerra civil porque un grupo de intelectuales republicanos las protegieron. Al mando de aquello estaba su tocaya María Teresa León, la escritora que le dedicaría una biografía a la santa barroca y un programa de radio al Cantar de los cantares, tan estudiado por Zambrano. Aprendió la melancolía en el colegio de monjas, y dejó por escrito su «muerte de amor fiel» (a la vida, a la palabra, a la emoción dramatizada, a la defensa de la belleza) en un libro de memorias.
Continuando su tejido
Claras, sibilas, guías, fundadoras. Platónicas, dionisíacas, dantescas, santas, románticas. Poetas, hilanderas, silenciosas, memorables. Blasfemas, como la Teresa del canto de Espronceda. Doctoras no por estar a favor de la ley, sino por encima de ella. Enamoradas, hermosas, eternas, preguntonas, visionarias, reveladas y certeras en abandonar lo superfluo, todas estas mujeres encontraron su transformación y su felicidad en la escritura. «Pasando del libro que está fuera al que está dentro, en la conciencia». Vivieron, como Teresa, entre la realidad y el acontecimiento interior.